9 cuentos cortos de terror que te dejarán sin aliento
La literatura de terror busca remecer al lector, provocando todo tipo de sensaciones. Se trata de historias que permiten experimentar el miedo de manera controlada y que indagan en los aspectos más oscuros de la existencia.
En el siguiente listado se pueden encontrar relatos en los que lo desconocido y lo sobrenatural invaden la realidad, buscando sorprender e impactar.
1. Las manos de la fundadora - Fernando Iwasaki
Qué miedo me daba besar el hábito de la madre fundadora cada vez que las monjas nos arrastraban hasta la capilla del colegio para ver su cuerpo incorrupto. No me gustaban ni su cara de momia ni sus manos verdosas como bizcochuelos podridos. Aunque lo peor era esa Virgen adornada con el pelo de la madre fundadora, blanco y erizado como la telaraña de una tarántula.
Un día las monjas me encerraron en la capilla por mentirosa, amenazándome con la cachetada de la fundadora. Ellas creen que vomité de susto, pero tenía que impedir que me pegara. La mano izquierda sabía mejor.
Fernando Iwasaki (Perú, 1961) es un destacado escritor latinoamericano con una obra en la que predomina el humor y la búsqueda de identidad.
El 2004 publicó Ajuar funerario, libro que se compone de microcuentos de terror en los que se mezcla la sorpresa y la perversidad. Así, este relato está narrado desde la perspectiva de una niña que asiste a un colegio de monjas y teme a la figura sagrada de la capilla.
Con un golpe de efecto, el autor aterroriza al lector con un final en el que se descubre que la figura cobró vida para amenazar a la chica y que ella se defendió mordiéndola.
2. La soga - Silvina Ocampo
A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.”
La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor.
Si alguien le pedía: “Toñito, préstame la soga”, el muchacho invariablemente contestaba: “No”. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.
¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes… Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.
Silvina Ocampo (1903 - 1993) fue una escritora argentina que logró reconocimiento de forma póstuma. Durante muchos años, estuvo bajo la sombra de su marido (Adolfo Bioy Casares), su amigo (Jorge Luis Borges) y su hermana (Victoria Ocampo), personajes esenciales para el desarrollo intelectual bonaerense.
Se dedicó principalmente a la literatura fantástica, creando historias en donde lo cotidiano es conquistado por lo surreal. En su obra abundan aquellos que no parecían dignos de protagonismo en aquel periodo: niños, mujeres y objetos.
Este cuento presenta a un niño con una soga a la que trata como una mascota o un juguete. Es una premisa que podría ser tratada de forma dulce e inocente, pero la autora decidió convertirla en una historia siniestra. De este modo, la cuerda adquiere vida propia y termina acabando con su dueño.
3. Vida - Patricia Nasello
—Dios es el primer alfarero —dice papá, y me enseña a amasar el barro para que no queden grumos. Los grumos arruinarían las cosas importantes que hace: platos, fuentes, ollas, macetas. Desde que era más chiquita me gusta verlo trabajar. Dice que enseñarme “el oficio” es un regalo que me hace porque es navidad, pero no, es porque aprendí a sumar rápido y también a leer.
—¿El primer alfarero cómo? —pregunto mientras ponemos a secar las piezas antes de llevarlas al horno. Me gusta mucho ver el conejito que modelé al lado de sus cántaros.
—¿Cómo? —ríe—. Haciendo con barro al primer hombre —. A veces habla de cosas que no entiendo a propósito, para que no se me vayan las ganas de estudiar—. Lo llamó Adán y es el padre de todos.
Se pone serio, creo que piensa en el abuelo. Quiero darle la mano para espantar la tristeza pero está peor. Mira mi conejito que se ha llenado de esa pelusa blanca tan linda y ahora salta para el lado nuestro.
Lo alzo, es tibio y suave.
—Tocalo papi, no tengas miedo.
La escritora argentina Patricia Nasello (1959) se ha dedicado a la microficción. En este cuento relatado en primera persona, muestra a una niña que aprende el oficio de alfarería junto a su padre.
Su progenitor menciona a Dios como creador del universo y le explica que, tal como Él, ellos pueden confeccionar objetos a través del barro. Aquí es cuando las cosas toman un giro perturbador, pues la figura de conejo creada por la chica se hace real. El final abierto permite que el lector quede en suspenso y deba adivinar la reacción del padre.
4. Continuidad de los parques - Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestion de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirian color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Julio Cortázar (Argentina, 1914 - 1984) se encuentra dentro de los escritores más populares de los últimos tiempos. En sus cuentos jugó con los límites de lo posible a través de la ruptura de las coordenadas de espacio y tiempo, así como reflexionó sobre la identidad y el carácter dual de la existencia.
En este relato lo que predomina es el suspenso. Presenta a un hombre que lee en la tranquilidad de su hogar hasta ser dominado por la realidad del libro. Así, la ficción pasa a formar parte de su presente, amenazando su estabilidad y su vida.
5. HYDRA CEREBRUM - María Francisca Barbero Las Heras
Tengo la capacidad de permanecer invisible. Soy un invertebrado gelatinoso de la familia de los Hydridae. Deambulo por las casas, los parques y los espacios abiertos, hasta que encuentro seres humanos y me instalo en sus cráneos. Me alimento por la noche. Mis presas favoritas son las personas mientras duermen; aunque ahora, una gran cantidad de ellas, padecen insomnio. Por esta razón, me estoy especializando en nutrirme de sus obsesiones, y si ellas consiguen acabar con una, yo las regenero como si tuvieran varias cabezas.
En este relato, la escritora española María Francisca Barbero Las Heras (1970), presenta a una criatura misteriosa que tiene la capacidad de ocupar los cuerpos de los humanos.
Así, la autora intenta jugar con el miedo primigenio del ser humano hacia una naturaleza depredadora. El protagonista afirma que proviene de la familia de los Hydridae, un tipo de organismo que es capaz de regenerase y reproducirse muy fácilmente.
De este modo, el terror proviene de la idea de saber que un ser que podría llegar a ser real, tiene la habilidad de insertarse en las personas durante la noche y llegar a enloquecerlos.
6. El basilisco - María Belén Alemán
Es invierno en mi ciudad y parece que nada alterará mi rutina de este frío domingo. Mi heladera casi vacía me dice que me convendría almorzar afuera, pero los cinco grados me acobardan. Hay huevos y queso, además de un yogur vencido y un pedazo de tortilla de espinaca. Elijo los huevos y el queso. Un omelette es una buena opción. El primer huevo que rompo me sorprende sin su yema. En la gelatinosa clara se mueve algo así como una mínima víbora, una rara arañita. No me gusta nada su aspecto. Tendría que tirarlo pero me hipnotiza su lento danzar en la acuosidad pegajosa. En un instante, la viborita se convierte en un horrible bicho semejante a una iguana, un camaleón, una lagartija con un enorme ojo sin párpado que me paraliza. Me doy cuenta de lo que ocurre demasiado tarde y no tengo un espejo a mi alcance para repeler su mirada.
Desde entonces ando reptando paredes. Me escondo en los rincones, entre los escombros y observo con mi ojo ciclópeo. Cuando alguien me descubre se persigna y huye espantado. No vaya a ser que mi desgracia lo alcance… aunque no entiendo por qué, si dicen que todo es puro cuento, una leyenda… que no existo…
La escritora argentina María Belén Alemán (1960) ha cultivado la poesía, la narrativa y la microficción. "El basilisco" comienza como una historia cotidiana en la que un personaje relata las menudencias de su día hasta que aparece el elemento insólito.
Así, lo perturbador irrumpe en la realidad del protagonista que es invadido por un basilisco. Esta es una criatura de origen mítico, parecida a una serpiente, que es capaz de matar con su mirada.
Luego del encuentro, el basilisco posee el cuerpo de aquel individuo, convirtiéndolo en un ser repugnante y amenazante para el resto del mundo.
7. Encantato - Mariángeles Abelli Bonardi
Nadie sabe que lo es, que puede cambiar de forma; que un sombrero oculta su redondeada frente, su espira y que, transformado en apuesto joven, entrará al salón, y allí, sumergido en la música y los colores titilantes de la fiesta, derramará labia y besos por su cara y sus pómulos antes de derramarse en ella, dejándola en la playa, embarazada y sola (sin que nadie le crea que el padre no es un hombre), para luego entrar al agua y volver a su forma verdadera: un delfín rosado que en Brasil conocen como Boto.
En este cuento, la escritora argentina Mariángeles Abelli Bonardi (1974), se inspira en la leyenda del Bufeo colorado, un mito propio de América Latina (Perú y Brasil).
Según la creencia popular, en los días de fiesta, la criatura abandonaba el agua y se convertía en un joven bello y elegante que conquistaba mujeres. Se le reconocía por jamás sacarse el sombrero, pues allí se encontraban los orificios nasales que era incapaz de esconder. Esta historia solía utilizarse para explicar los embarazos fuera del matrimonio.
En este relato, se muestra cómo seduce a una chica a la que dejará embarazada y abandonada a su propia suerte. Asimismo, se constata el terror de la muchacha al darse cuenta de que se ha relacionado con un ser que no es ni animal ni humano.
8. Un creyente - George Loring Frost
Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí -dijo el primero, y desapareció.
Este cuento se encuentra recogido en la famosa Antología de la Literatura Fantástica (1940) de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo.
Aunque se le reconoce la autoría a George Loring Frost, nacido en Inglaterra en 1887, no existen más datos sobre este escritor. Debido a esto, se asume que podría haber sido creado por Borges, quien decidió inventar una personalidad literaria para jugar con los lectores.
El cuento se mueve entre el terror y el humor al mostrar el diálogo entre dos personas, para revelar que una de ellas es un fantasma.
9. La víctima - Patricia Morales Betancourt
Compré espuma suficiente para crear un personaje y dinamizar mis clases en línea. Comencé por el diseño de la cabeza. Los ojos, que me permitían ver a través de ellos, estaban circundados por unas largas pestañas, la boca, carnosa al sonreír, a nivel de sus encías, mostraba unos colmillos desmesurados y amenazantes, y sus fosas nasales daban la sensación caliente de hacer salir fuego de sus entrañas. La espalda, llena de cascos, sostenía los cachos de manera desafiante, y de las garras, salían unas tímidas uñas como invitando a rascarse a quien las mirara. Comencé a pigmentarlo con azules y verdes iridiscentes. Sus ojos color marrón comenzaron a saltar y entonces perdí el dominio de mi mano que, enloquecida, parecía seguir órdenes para que lo terminara de inmediato. Al día siguiente, entusiasmada con mi marioneta y la ilusión de presentársela a mis estudiantes —cuál no fue mi sorpresa— al verlo anclado en las alfardas del techo cuando de manera sarcástica me agradecía: —Gracias. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ahora tú serás mi títere
Patricia Morales Betancourt (Colombia, 1964), presenta como protagonista a un docente que intenta crear una figura tipo títere para hacer clases más dinámicas a través de internet.
Partiendo de una situación cotidiana, las cosas toman un giro oscuro cuando su invención cobra vida y decide utilizar a su creador como títere con intenciones desconocidas. El final abierto y sorpresivo permite que el lector pueda inferir el terrible destino que le espera a la víctima.
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