7 cuentos cortos para adultos que debes conocer
La literatura puede ser una entretención, pero también propicia el pensamiento crítico, el análisis y el aprendizaje de distintas realidades.
En el siguiente listado se pueden encontrar cuentos cortos pensados exclusivamente para un público adulto. Son historias de diferentes épocas que esconden crítica y reflexión sobre la condición humana y el mundo moderno.
1. Vanka - Antón Chéjov
Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.
Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada, en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró al icono obscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.
El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.
«Querido abuelo Constantino, Makarich —escribió—: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...
Vanka miró a la obscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba da bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecillo enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña, plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Acompañábanle dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.
Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando le tenían ya por muerto.
En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.
—¿Quiere usted un polvito? —es preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.
Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría con ambas manos los ijares.
Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.
El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la obscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...
Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.
Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
«Te seré todo lo útil que pueda —continuó momentos después—. Rogaré por ti, y si no estás contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.
«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso, que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.
«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:
—¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!
Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos le trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio...
«¡Ven, abuelito, ven! —continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho—. En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte, que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdale bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes te quiere tu nieto
VANKA CHUKOV.
Ven en seguida, abuelito.»
Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:
«En la aldea, a mi abuelo.»
Tras una nueva meditación, añadió:
«Constantino Makarich.»
Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie se lo estorbase se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió a la calle.
El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.
Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...
Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente paseábase en torno de la estufa y meneaba el rabo...
Antón Chéjov (1860 - 1904) fue un destacado escritor ruso que resultó clave en la conformación del cuento moderno. Su propuesta de recrear escenas de la vida cotidiana en las que prima la objetividad fue vital para los escritores contemporáneos.
Así, el autor buscaba crear una "instantánea" alrededor de un personaje, mostrando los aspectos sencillos del día a día, que esconden una reflexión trascendental.
En este cuento se muestran las diferencias sociales en la Rusia del siglo XIX al relatar cómo un pequeño niño ni siquiera tiene zapatos en un lugar con temperaturas bajo cero. Asimismo, se critica el sistema, pues el chico trabaja, pero no tiene derecho a sueldo, cama o comida.
Es una historia dura y triste, pero enternecedora. Lo que más destaca es la inocencia infantil. El joven oyó decir cómo se enviaban las cartas, pero tenía tan poca educación o conocimiento del mundo que sus señas hacen imposible que el abuelo pueda llegar a recibir su mensaje.
2. Colinas como elefantes blancos - Ernest Hemingway
Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
—¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
—Hace calor —dijo el hombre.
—Tomemos cerveza.
—Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
—¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
—Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
—Parecen elefantes blancos —dijo.
—Nunca he visto uno —el hombre bebió su cerveza.
—No, claro que no.
—Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
—Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
—Anís del Toro. Es una bebida.
—¿Podríamos probarla?
—Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
—Cuatro reales.
—Queremos dos de Anís del Toro.
—¿Con agua?
—¿Lo quieres con agua?
—No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
—No sabe mal.
—¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
—Sí, con agua.
—Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
—Así pasa con todo.
—Sí —dijo la muchacha—. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
—Oh, basta ya.
—Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
—Bien, tratemos de pasar un buen rato.
—De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
—Fue ocurrente.
—Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
—Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
—Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
—¿Tomamos otro trago?
—De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
—La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre.
—Es preciosa —dijo la muchacha.
—En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
—Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
—Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
—¿Y qué haremos después?
—Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
—Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
—Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
—Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
—Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
—¿Y tú de veras quieres?
—Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
—Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
—Te quiero. Tú sabes que te quiero.
—Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
—Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
—Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
—No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
—Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no me importo.
—Bueno, pues a mí sí me importas.
—Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
—No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
—Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
—¿Qué dijiste?
—Dije que podríamos tenerlo todo.
—Podemos tenerlo todo.
—No, no podemos.
—Podemos tener todo el mundo.
—No, no podemos.
—Podemos ir adondequiera.
—No, no podemos. Ya no es nuestro.
—Es nuestro.
—No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
—Pero no nos los han quitado.
—Ya veremos tarde o temprano.
—Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
—No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
—No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
—Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
—Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
—Me doy cuenta —dijo la muchacha.— ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
—Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
—¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
—Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
—Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
—Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
—¿Querrías hacer algo por mi?
—Yo haría cualquier cosa por ti.
—¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
—Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
—Voy a gritar —dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
—El tren llega en cinco minutos —dijo.
—¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
—Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
—Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
—De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él.
—Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.
Ernest Hemingway (Estados Unidos, 1899 - 1961) es reconocido a nivel mundial por sus novelas y su trabajo periodístico, además de que sus cuentos marcaron un hito en la narrativa actual.
Influenciado por su trabajo en diversos medios de comunicación, se enfocó en una escritura sencilla que fuese precisa y breve. Por ello, recurrió al uso de oraciones simples y a un lenguaje coloquial, donde predominaba el diálogo.
Así, planteó su famosa "Teoría del iceberg" en la que compara el texto literario con el bloque de hielo, es decir, se trata de mostrar sólo el tercio de su cuerpo, para así motivar la imaginación del lector.
De esta forma, lo que asoma debe sugerir lo que está pasando debajo, siguiendo la lógica de que lo más importante nunca se afirma directamente. Presenta los hechos, pero omite la explicación y quien lee debe realizar el trabajo interpretativo.
A través del uso de símbolos, logra hacer que el lector se convierta en un participante activo, pues debe ir co-construyendo el significado y rellenar los espacios que dejó abiertos el autor.
"Colinas como elefantes blancos" es uno de los mejores ejemplos para explicar esta teoría. La historia se centra en una pareja que espera un tren y mantiene una conversación.
Jamás se alude directamente al tema del cuento, que es el embarazo no deseado y el viaje que están realizando para que la mujer se haga un aborto. Esto queda claro en la declaración: "Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire".
3. La gallina degollada - Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
Horacio Quiroga (Uruguay, 1878 - 1937) es considerado el padre del cuento latinoamericano. En su obra exploró tanto el realismo, como la fantasía y lo terrorífico, dando especial importancia al espacio de la selva.
En 1917 publicó Cuentos de amor, de locura y de muerte, convirtiéndose en un éxito y referente para el género. "La gallina degollada" es uno de los más famosos. Es una historia que presenta la idea de un destino ineludible, marcado por la herencia, el rencor y la violencia.
Asimismo, ejerce una crítica hacia la incomunicación familiar y el abandono emocional. La falta de amor y atención hacia los hijos mayores los convirtió en víctimas y victimarios.
El cuento también puede interpretarse como un juicio social, al evidenciar los prejuicios hacia las personas con discapacidades y cómo el abandono y la marginación pueden tener consecuencias fatales.
4. Los libros voladores - Silvina Ocampo
Había muchos libros en aquella casa, tantos que nadie pudo contarlos, porque todos los días aparecían nuevos ejemplares que se alojaban en los anaqueles sin que supieran quién los traía ni dónde estarían. Pero de noche los libros seguramente se levantaban, cambiaban de sitio o se juntaban para parecer más numerosos. Entonces yo, con una curiosidad ridícula, resolví mirarlos en la tenue oscuridad, para ver en el silencio si se movían, en cuanto empecé a sospechar. ¿Qué pasaba con esos libros de noche, cuando el sol se acostaba, los sonidos de la calle morían meticulosamente y las hojas, que no eran hojas sino páginas, se movían con rumores de alas y de nidos en los estantes? A mi hermano le gusta jugar con ellos, pero papá dice que es un pecado y me mira a mí.
Yo tenía cinco años, mi hermano siete, y el resto de la casa eran personas mayores. En lugar de mesitas teníamos libros apilados; en lugar de banquitos, sillones, sofás o sillas, teníamos libros y, en lugar de tener la ropa y los zapatos en los roperos, teníamos libros dentro de los roperos. Todo el mundo cree que somos desordenados y no se equivocan. Llegó un momento en que ni siquiera la cocina sirvió para cocinar. En una mesa de libros pusieron un calentador para hacer distintos platos, aunque ya el gusto por la cocina se había perdido.
Me contaron que en una oportunidad unos hombres resolvieron asaltar la casa, viéndola de afuera tan linda, pero no pudieron llegar a la cocina, donde creyeron que sería fácil entrar, ya que en el camino varios libros se habían subido los unos sobre los otros, formando una barricada. No podían imaginar otra manera de asaltar una casa tan impenetrable y se fueron diciendo malas palabras con los más horribles puntapiés que propinaron a cuanto libro encontraron: grandes, chicos, de papel de Biblia, de papel de arroz, de papel de diario, de papel de tornasol, de papel de pluma, de estraza, de madera, de tisú, de papel grueso y ordinario para niños. Yo contemplé el desastre cerrando los ojos, pensando qué había retenido de esos libros y tratando de contener las lágrimas, que parecían de papel, ya secas en las mejillas.
Fue entonces cuando nuestros padres resolvieron que nos mudáramos de casa y nos instalamos en un departamento, con jardín. Porque éramos ambiciosos regalamos los libros para una biblioteca que llevaría nuestro nombre. Pero todo era un engaño para entusiasmarnos.
Dormí tranquilamente la primera y la segunda noche en la nueva casa. Habían comprado algunos libros lindos, llenos de figuras, un diccionario en ocho volúmenes, muy raro, con árboles y flores, y animales de todos los colores y de todas las razas. Yo pensaba que esos libros no ocuparían lugar. Entonces me dediqué a mirarlos con mayor interés. No salía a pasear, ni iba al cine para mirarlos, para imaginar qué pensarían al ver cómo yo los colocaba en los desvanes de la casa, en los lugares más solitarios y vacíos. ¿Dónde estarían los libros pornográficos? Eso me preocupaba un poco.
El tiempo fue pasando. Yo apenas lo sentí. Cómo podía imaginar que en tan poco tiempo se acumularía un mundo de libros, todos idénticos a los anteriores, con las mismas tapas, las mismas primeras hojas, las mismas enormes, resignadas apariencias. No podía creer que el tiempo, tan ingenioso, hubiera pasado y que me viera preso en un mundo idéntico al anterior y acorralado de nuevo en una desordenada biblioteca. Siempre hay que temer las ocurrencias del tiempo. Desde mi nacimiento lo sentí. Vi plantas, almohadones, lámparas verdes que en la otra casa no había. Vi un cupido de mármol, con sombrero de paja, luchando contra el viento, con los pies desnudos, pero los mismos libros grises, azules, colorados, violetas estaban. ¡Yo no sé qué decir de este milagro! ¿Cómo pasó el tiempo? El tiempo pasa sin hacerse ver, me dijo mi tía; sólo deja líneas en la cara y pelo blanco en la cabeza. Habría que nombrar detectives no sólo para los crímenes, sino para muchas otras cosas: para vigilar a los médicos y a sus enfermos, para vigilar el tiempo y a sus víctimas, para vigilar la vida clandestina de los libros. Yo no sirvo para vigilar el movimiento de cosas tan precisas. ¿Quién dirá que estos libros quieren vivir? A mí me están matando. La vida está en ellos. Parece que vivieran como si todo fuera a redimirlos.
La casa ya tiene muebles hechos con libros: una repisa, una ensaladera de libros, un reclinatorio de libros, una cama de libros. Ya progresó el mundo, desaparecen los colores; la luz intensa del amanecer no es la misma. Tengo en mis manos un libro. Tiene voces, no tiene letras. Nunca se me ocurrió quedarme en éxtasis oyéndolas. ¿Moriré porque los libros de pronto hablan sólo de muertes o de crímenes? A veces escucho las voces de dos libros que se mezclaron. Son voces angélicas: una es la voz de un Narciso, me dijo un amigo, que abraza el agua, toda la largura del agua; era un loco, se enamoraba de sí mismo; otra, la voz contraria de san Gabriel, que abraza el mundo. Y creo que podré vivir, pero no sé si es verdad o si será verdad.
Lo más incongruente o dramático de todo fue cuando los libros se unieron. Me llamaba la atención la posición que adoptaron algunos. No se separaban. A cualquier hora estaban juntos. Recuerdo que aparecieron unos libros chiquitos, tan chiquitos que eran ilegibles. Estaban Baudelaire, Rimbaud, Racine, Verlaine y algunos pensamientos de Pascal. Inmediatamente imaginé que eran los hijos de nuestros libros, sin descartar la idea de la copulación, tan importante. Traté de reunir algún libro y mezclarlo con el que tenía al lado, pero era muy largo de hacer y además resultaba casi imposible. Sin embargo, traté de olvidar esta idea absurda que se me había ocurrido. ¿Realmente los libros copulaban o se me había ocurrido a mí dentro de todos los argumentos que siempre me perseguían? Fue entonces cuando mi padre buscó a un psicoanalista para que me analizara.
Yo tendría siete años, la idea le parecía demasiado inocente y complicada, casi peligrosa. Mezclé a escritores de diferentes épocas o edades; resultaron muy pintorescos, pero nunca salió un recién nacido de estas mezcolanzas, ni nada que pudiera parecerse a la realidad. Tuve que admitir que me había equivocado y renunciar a mi fantasía. ¡Yo era demasiado chico!
Un día el cielo se llenó de nubes y la casa estaba a oscuras. Iluminados por relámpagos los libros no cesaban de aumentar; hablaban, discutían con fervor, con esa tremenda voz que tienen las personas cuando se enojan. No puedo decir que tuve miedo. No podía sentir miedo ante semejante disparate. ¿Estaría soñando? Nunca siento que sueño cuando ocurre algo anómalo. Siento que me he vuelto loco o que el mundo ya no es el mismo y me someto a cualquier tipo de resignación o de fervor. Vi que los libros se movían, que la agitación era profunda como en las manifestaciones políticas. Comprendí que algo terrible sucedía. Me acerqué a dos libros que estaban moviendo las primeras páginas con pasión. Hablaban de suicidio colectivo. Se acercaban a las ventanas más altas de la casa. Sin mirar por donde avanzaban, tropezaban con las sillas, de donde caían libros tras libros, y finalmente retomaban sus verdaderas posiciones, volviendo a los anaqueles. Entonces, muy entrada ya la noche, empezaron a caer de los balcones los libros, tan infinitos que nadie podía contarlos. Yo trataba de salvarlos, en vano. Miles y miles cayeron, grandes y chicos, con tapas gruesas y blandas. Me asomé a mirarlos desde arriba. De pronto sentí que morían. Montones de libros en el suelo, sobre flores caídas, sobre el barro, en todas partes, hasta que el último que vi comenzó a volar como un extraño pájaro, y así uno tras otro, hasta que el cielo se cubrió de una extraña nube. Bajé a la calle. El pueblo se había reunido para ver la nube de libros voladores. Vieron también otro montón de libros sin alas, en el suelo, y eran tal vez más numerosos que los anteriores, como aquellos que volaban con tanto alborozo. Alguien preguntó:—¿Y estos libros? —Son los libros que nadie supo escribir. —¿Alguien pudo leerlos?
—Nadie supo leerlos. Fue como si empezaran a leer. Por eso los quemaron. Hicieron grandes fogatas de libros.
—¿Por qué no sabían escribir aquellos que los escribieron?
—No sabían lo que era un adjetivo ni un verbo ni un pronombre.
—Pero algo tenían que decir.
—Eso no bastaba. Tenían que escribirlo de un modo lógico, de un modo claro, de un modo perfecto.
Todo había cambiado; los buenos libros no servían. Lo atribuyeron a causas políticas. Servían como cajas de bombones cuando venían las polillas, ¿cómo matarlas sin matar los libros?
—¿Es tan difícil escribir? ¿Más difícil que vivir?
—Menos arduo pero más difícil.
—¿Más divertido? ¿Menos real? ¿Menos cierto?
—Hay que conformarse. Vamos a ver qué hacemos con los libros que quedan, porque ya la casa vuelve a llenarse de libros. No son perros, no basta decirles «fuera de aquí». Nunca se van ni se irán. ¿Acaso se acostumbraron?
Pero ahora existe la televisión. Nuestra casa se llenó de cassettes. ¡Es lo único que faltaba! Yo defiendo los libros hasta la muerte. Dejaré de ser chico, seré grande y llevaré bajo el brazo un libro. ¡Es tan decorativo! ¡Tan cómodo! Si alguien me pregunta ¿qué haces?, contesto: Estoy leyendo. ¿Tenés los ojos bajo el brazo? Idiota.
Silvina Ocampo (Argentina, 1903 - 1993) es una escritora argentina que ha logrado reconocimiento póstumo. Durante muchos años, estuvo bajo la sombra de su marido (Adolfo Bioy Casares), su amigo (Jorge Luis Borges) y su hermana (Victoria Ocampo), personajes esenciales para el desarrollo intelectual bonaerense.
Se dedicó principalmente a la literatura fantástica, creando relatos en donde lo cotidiano es invadido por lo surreal. En su obra abundan aquellos que no parecían dignos de protagonismo en el periodo: niños, mujeres y objetos que cobran vida.
Este cuento es una especie de elegía a los libros que con sus historias parecen tener vida real. Está relatado por un niño de siete años que vive en una casa llena de libros, donde son prioridad por sobre los muebles, utensilios de cocina e, incluso, la ropa. Esta situación genera que el protagonista desarrolle un pensamiento crítico y creativo, que los observe como entes con personalidad propia.
Asimismo, la autora presenta una metáfora sobre la creación, al preguntarse si los libros copulan creando nuevos, ya que la literatura surge de la mezcla e influencias de todo lo anteriormente escrito.
Al final, se muestra que con el tiempo, los libros echan a volar y se escapan, pues han sido reemplazados por la televisión. Sin embargo, el niño ahora transformado en un adulto, permanece fiel a su amor y siempre estará acompañado por un libro bajo el brazo.
5. Freaks - María Fernanda Ampuero
Mirar el reloj. Ver la manecilla grande girar hasta llegar a las doce. Gritar llegaron las vacaciones. Correr a la camioneta familiar y trepar con cuidado. Esquivar los cocachos de los hermanos. Aguantar que digan marica, mariquita, maricón, maricueco, marinero, mariposa, mariposón, muerdealmohadas, soplanucas, meco, trolo, sopa, badea, puto, desviado, niña, choto, cueco, galleta, loca, hasta que se cansan. Levantar la cara y sentir el viento cambiar, hacerse más puro, más lindo. Oler el mar desde lejos y sonreír. Esquivar nuevos cocachos. Escuchar otra vez lo de por qué eres así, párate como hombre, qué es esa mano. Abrazar a la abuela. Comer el pescado recién muerto con el ojo aún brillante. Correr a la playa. Correr como un perro. Correr y correr con todo lo que dan las piernas. Lanzarse al agua. Dar grititos de alegría. Bañarse en la espuma. Sumergirse a lo más profundo. Aguantar la respiración tanto que parece que el aire ya no es necesario.
Bajar y bajar. Tocar las estrellas de mar, los corales, las tortugas marinas que pastan como vaquitas acorazadas. Rogar por un rato más en el agua antes de volver a casa. Resignarse. Secarse. Comer. Hacer la siesta. Despertar colorado de sol y calor. Visitar el pueblo con su circo y su mercado. Entrar a una de las carpas y ver por primera vez al cabezón. Arrugar la nariz del espanto de la mierda. Cubrirse la boca con el pañuelo. Aguantar la náusea que sube el pescado sin digerir hasta el pecho y llena los ojos de lágrimas. Mirar al cabezón, mirarlo bien. Ser mirado por él.
Preguntar qué le pasa a ese niño, por qué tienen a ese niño entre los chanchos y la porquería de los chanchos, dónde están los padres de ese niño. Agarrar la mano de mamá con miedo. Bajar los ojos ante la mirada del cabezón. Volver a subirlos para encontrarlo llorando, extendiendo los bracitos a la gente que lo mira. Controlar la arcada cuando un chancho primero olisquea al cabezón y luego se hace caca casi sobre él. Espantar las moscas y los moscardones.
Escuchar a mamá decir pobrecito y a papá decir qué bestia y a los hermanos puto asco ese monstruo. Insistir que hay que ayudarlo, llamar a la policía, llevárselo de ahí. Gritar.
Entender que nadie, ninguno de los adultos que mira con asco al cabezón y se tapa la nariz con la mano, va a hacer nada. Ocultar las lágrimas al ver que el cabezón, después de llorar y berrear, dormita con su pulgar mugriento metido en la boca. Rabiar por ser demasiado joven para meterse en la porqueriza, levantarlo en brazos, llevárselo primero a bañar y luego a comer. Negarse a irse. Recibir un golpe en el hombro de uno de los hermanos y un empujón del otro. Volver a escuchar durante todo el camino a casa la retahíla que empieza con marica. Soñar que los chanchos se comen al cabezón, que el cabezón muerto le grita que por qué no hizo nada para ayudarlo, que lo persigue por la playa apenas sostenido por esas piernas ridículas al lado del tamaño de su cabeza, un niño cangrejo. Despertar bañado en sudor y temblando. Esquivar a los hermanos que lanzan golpes y preguntan si la niña se asustó por una pesadilla.
Verlos hacer una imitación de que lo que ellos creen que es una niña asustada. Callar. Levantarse al amanecer. Ayudar a la abuela con el desayuno. Recoger los huevos a pesar del vendaval de cacareos y plumas de las gallinas. Agradecer las monedas de la abuela. Desayunar mirando a cada uno de los miembros de la familia. Ver el pan desaparecer en segundos en las mandíbulas de sus hermanos. Ver la frente del papá, siempre tan llena de arrugas, detrás del periódico.
Ver la forma tan triste con la que mamá sostiene la taza. Devolver la mirada a la abuela que sabe, que entiende, que le dice te quiero sin decir palabra. Correr al pueblo.
Buscar al borracho que cuida la entrada del circo. Poner las monedas de la abuela en esa palma mugrienta. Temer a esa sonrisa negra y viciosa, a esa lengua que asoma, a esa mano rápida que lo quiere tocar. Entrar a la porqueriza donde duerme el cabezón. Espantar a los chanchos que se alejan gruñendo. Levantarlo en sus brazos. Sorprenderse de lo que poco que pesa. Acercarlo a su cuerpo. Sonreír.
Huir del borracho que le grita que qué hace con el monstruo, que si le quiere hacer alguna cosa tiene que pagar más. Salir otra vez al sol con el cabezón en brazos como una madre orgullosa de su criatura. Alejarse del circo y del borracho que llama a gritos a los otros para que detengan al mariconcito que se está robando al cabezón. Correr hacia el acantilado susurrando que todo va a estar bien, que van a estar bien, que todo eso se va a acabar, lo feo, los chanchos, las miradas asqueadas de la gente, los coscorrones, el miedo. Llegar a la cima con la gente del circo pisándoles los talones, gritando qué haces, maricón estúpido. Mirar al cabezón que sonríe con su boca sin dientes y sus ojitos brillantes de pescado y que le dice sin hablar hermano, hermano. Lanzarse al mar. Sentir que durante la caída las piernas se juntan en una sola y que va creciendo, rápida y violenta, una cola que al chocar con el agua levanta una espuma iridiscente, cegadora de tan hermosa.
La ecuatoriana María Fernanda Ampuero (1976) es una de las voces más disruptivas del escenario literario actual. Se ha destacado por tratar temas complejos como la representación del trauma y la ruptura de tabúes. En su obra abundan personajes que se salen de la norma, lo escatológico y el horror que encierra la familia.
En este cuento se presenta la comunión entre dos "freaks", dos chicos que son distintos y sienten el prejuicio del mundo sobre ellos. Así, se ejerce una crítica hacia el mundo adulto que acepta el abuso y el maltrato, dejando pasar las injusticias sin intervenir.
6. La otra batalla de Ayacucho - Fernando Iwasaki
El viejo resopló su café mientras pensaba en la explicación que tendría que darle a su hija. Es verdad que hacía sólo tres meses había tenido un infarto, pero esta era ya la sexta vez (¿o la séptima?) que un presentimiento le movía a dar una falsa alarma.
Francamente le molestaba mucho, pues sabía perfectamente que Rosita se vendría volando desde Ancón con toda la familia y que después de un gran susto no tardaría en mandarlo a la mierda, como había ocurrido en la última ocasión. «Ya debe estar queriendo que me muera» -pensaba- y se reía entre sorbo y sorbo.
Sin embargo, él debía inventar alguna excusa, ya que no podía admitir que lo cierto era que tenía miedo a quedarse solo, o a morirse solo, que a su edad venía a ser prácticamente lo mismo. En efecto, el temor a la muerte había ganado cuerpo, poco a poco, en su mente. Pero, ¿cómo es que se muere uno? Esa ignorancia le atormentaba en demasía.
Le vinieron a la mente las clases de catecismo que recibió con los curas salesianos antes de su primera comunión. «Uno muere cuando el alma abandona el cuerpo», decía el padre Cayetano, pero él jamás había aceptado esa sentencia. De ser así, él debía estar ya muerto, pues desde el fallecimiento de su esposa había perdido el alma. No, no, morir debía ser algo muy distinto. Con dificultad recordó algunas reveladoras visiones infantiles: a su hermano Federico escondido en el armario durante algún día completo, el agua escurriéndose por el guáter, un pollito asfixiado en su bolsillo… ¡sí!, morir debía ser algo parecido a todo aquello, algo de ausencia, algo inexplicable, algo natural. Al fin y al cabo, algo irreversible que él se resistía a aceptar, sobre todo porque sus últimas pesadillas lo estaban conduciendo a la antesala de la muerte misma. Frecuentemente
Soñaba con que su Rosa se levantaba de la cama y se dirigía hacia el baño; ya en la puerta lo llamaba con insistencia y él se negaba a seguirla; después ella se perdía entre los azulejos hasta la noche siguiente. Por eso es que se ocupaba en el baño de abajo; porque tenía miedo, miedo a esa soledad que lo estaba condenando a morir como un perro en su viejo caserón de la avenida Arenales.
De pronto reparó en que otra razón de sus alarmas era el deseo de ver a Eduardito. ¡Cuánto habría dado por un hijo varón! Recordó que sólo después de muchos intentos nació Rosita, pero con tan mala suerte que la madre murió a los dos meses del parto.«Esa niña siempre fue bien jodida», dijo para sus adentros. Desde entonces había sido todo para ella, hasta que ese bigotón la arrebató de su lado; como ahora, llevándosela a Ancón cuando él más la necesitaba. Pero con el niño era distinto, estaba convencido de que sus ojos, los hoyitos en los cachetes y la barbilla partida como un culito, eran el vivo retrato de la abuela, de su Rosa… ¡Claro!, esa era la razón más importante. Las últimas dos semanas no le habían llevado al nieto, pero él se enteró que los Ferradas había vuelto a Lima por la tarde y que Rosita no tendría con quién dejar al niño. Los timbrazos desesperados esfumaron sus ensoñaciones de abuelo chocho.
- ¡Papá!, ¡papá! -dijo Rosita mientras lo abrazaba-, ¿cómo estás? Vine en cuanto pude… pero, ¿cómo fue?, ¿qué sentiste?
- ¡Ay, hijita! -exclamó-. Primero se me cerró el pecho y la cabeza me comenzó a dar vueltas, después se me durmieron los brazos, ¡no podía moverlos!, y comencé a ver lucecitas.
- ¿Entonces cómo pudo marcar el teléfono? -intervino oportuno Eduardo.
- Tenía los brazos dormidos, no los dedos -dijo el anciano mientras miraba al yerno con odio.
- Pero ¿no dijo que el pecho se le cerró? Su voz me pareció de lo más normal.
- Es que ya me había re-cu-pe-ra-do, idiota.
- ¿Y entonces por qué me llamó, viejo estúpido? ¿No sabe que hemos podido matarnos en la carretera sólo por sus berrinches?
El escándalo que se armó fue tremendo: a él no le iban a gritar así nomás y menos en su casa. Para colmo de males, hasta su propia hija se puso en contra suya.
- ¡Mira, papá! -le increpó-. Ya me tienes harta con tus engreimientos. ¿Es que no podemos irnos ni un fin de semana tranquilos?
- ¡Hijita, cuál fin de semana! Si ya son como dos meses.
- ¡No se hable más del asunto! Desde ahora te las vas a arreglar solo. ¿Por qué no se te ocurrió llamar a tu amigo Chiapetti que es médico?
- ¡Rosita, qué dices! Ricardo se ha jubilado hace más de diez años y ya no distingue un resfrío de una diarrea.
- Entonces tendrás que aceptar a quien nosotros te mandemos. Menos mal que Eduardo conoce a un cardiólogo que te va a atender de aquí en adelante. Es más, vamos a hacer una cosa por ti: iremos a su casa ahora mismo para pedirle que te haga un reconocimiento mañana. ¡Escúchame bien! Eduardito se va a quedar contigo, así que no me lo asustes con tus pataletas.
El viejo se frotó las manos: ahora él y su nieto podrían disfrutar de un buen rato juntos, ¿qué más podía pedir? Con un gesto cariñoso llamó al niño que había permanecido asustado en un rincón de la habitación.
- Eduardito, ven, ven, acércate. ¿No quieres jugar conmigo?
- Abuelito, ¿tú te vas a morir rápido? -dijo el niño con un mohín de angustia.
- No, mijito, yo todavía voy a vivir como cien años más. Escúchame, escúchame, ¿quieres que te cuente un cuento?
- Pero es que tú siempre me cuentas los mismos cuentos -exclamó Eduardito sonriente.
- ¡Tienes razón! -intervino el abuelo-. Hoy haremos algo distinto. Mira, abre mi ropero, ¡anda!… ya, ahora fíjate detrás de los zapatos… ahí, ahí …ahí hay una caja de metal, ¿la viste? Bueno, ¡sácala!
- Uy, abuelito, ¡pesa!
- Claro que pesa, pues. Ya vas a ver lo que tiene adentro.
La caja estaba como él la había dejado hacía más de sesenta años. Incluso aún se podía leer en la tapa una etiqueta amarillenta que decía «Las legítimas Cream Crackers del Dr. Johnson». En el interior, bajo una franela que los años habían hecho más gris, descansaba una hermosa colección de soldados de plomo.
- ¿Ves, Eduardito?, ¿te gustan? Yo los guardé para mis hijos, pero como nunca tuve un hombrecito te los voy a dar a ti. Ahora siéntate que te voy a contar la historia de estos soldaditos.
La narración le obligó a explorar algunas galerías de su memoria que habían permanecido clausuradas durante años. Recordó, por ejemplo, cuando le contaba la historia de sus soldados al enano Alberti y al loco Daniel, y ahora estaba ahí, como antes, repitiendo los mismos sucesos: cómo los patriotas tuvieron que fundir los cañones del castillo del Real Felipe para que no los tomaran los chilenos; cómo esos cañones bombardearon a la flota española en el combate del 2 de mayo (¡no te rías, enano!); cómo su abuelo -que luchó con Cáceres en la batalla de Miraflores- ordenó fabricar los soldaditos para regalárselos a su padre (Eduardito, no te duermas, papito); cómo esos soldados habían peleado entonces contra chilenos y españoles (¿Eduardito?) y, ¡quién sabe!, ya que el Real Felipe fue construido en tiempos del virreinato, a lo mejor habían luchado también contra piratas o por la independencia (¡Eduardito!, ¡Eduardito!, ¡enano de mierda, no te burles!).
- Eduardito, mira, mira, vamos a dejarnos de cuentos y vamos a jugar a la independencia, ¿ya? Ayúdame, ayúdame a formar a los soldaditos. Vamos a ver… ¡ya está!, que este del caballo sea Bolívar y Sucre que sea el de la espada.
- Abuelito -interrumpió el niño-, ¿esa es una espada láser?
- Pero ¿qué cosas dices, criatura? Las espadas láser no existen.
- Sí existen, abuelito. Skywalker tiene una.
- Sí, pero para esta guerra no se habían inventado. Bueno, ¡olvídate de esas cosas! ¿Qué te estaba diciendo?… ¡ah, sí! Hay que poner la artillería. ¿Dónde quieres que vaya el cañón?
- ¿El cañón es protónico? -volvió a interrogar Eduardito.
- ¡Niño, por Dios! ¿De dónde iban a sacar los patriotas un cañón plutónico?
- Plutónico no, protónico -dijo el niño muy serio.
El abuelo maldijo a todos los estúpidos de la tele que le habían atrofiado el cerebro a su nieto y, ¡quién sabe!, quizá a la niñez del mundo entero. De hecho, le dolía amargamente que Eduardito no pudiera pensar como él, ¿acaso no había vuelto a ser un niño sólo para complacerlo? Tampoco podía imaginarse cómo los chicos de ahora podían creer en héroes que eran mitad hombre y mitad tocacassette. «En mi época los héroes eran más reales -pensó-, como Tarzán, que se agarraba a pelo con todos los leones».
Miró hacia los ojos de Eduardito, mas sólo vio a un viejo que le devolvió la mirada con lástima.
- ¿No sabes lo que es un cañón protónico? -insistía el nieto.
- No, mijito, pero si quieres te regalo estos soldaditos. A ver si suenan a los que tú tienes.
- Ay, abuelito -rió el niño-, mis soldaditos de La Guerra de las Galaxias les van a ganar siempre. Mejor quédatelos tú. Así no les va a pasar nada, ¿no?
Ahí fue cuando los restos de su mundo se desmoronaron en pedazos. Ya no era solo Eduardito, ahora era su invencible ejército (el invencible ejército de Ayacucho) derrotado por unas cuantas luces de bengala. Era él, sus sueños, su infancia, todo, todo destruido, desintegrado… ¡Sí!, como por el disparo de uno de esos cañones plutónicos.
Cuando su hija volvió para llevarse al niño y decirle que el médico le llamaría en media hora ya no la escuchó. Tampoco oyó el consabido discurso de reprimenda ni las indicaciones de unas pastillitas verdes que le dejaron sobre el velador. En realidad no podía oír nada, pues el pecho se le había cerrado, la cabeza le comenzó a dar vueltas y las lucecitas le impidieron ver la partida de Rosita y Eduardito. Al presentirse solo, formó los batallones y puso a Sucre al frente del ejército libertador, la caballería al mando de La Mar y a Gamarra como Jefe de Estado Mayor. Probablemente fueron el fragor de la batalla o las burlas del enano Alberti lo que no le dejaron oír el timbrar del teléfono, mas lo cierto es que en ese éxtasis de dolor recordó las palabras del padre Cayetano y comenzó a guardar a los soldados en su caja. Entonces, aferrándola bajo el brazo, caminó marcialmente hacia el baño de su cuarto y se perdió entre los azulejos.
Fernando Iwasaki (Perú, 1961) ha desarrollado una obra en la que destaca el humor, la búsqueda de identidad y el conflicto entre el mundo occidental moderno y el pasado ancestral.
En esta historia se muestra la oposición entre dos generaciones. El protagonista es un hombre mayor que desea mantener el contacto con su familia y dejar un legado para la siguiente generación.
Así, el cuento refleja el abandono en el que se encuentra la población de la tercera edad, quienes viven en un mundo que ya no les hace sentido.
7. La grieta - Cristina Peri Rossi
El hombre vaciló al subir la escalera que conducía de un andén a otro, y al producirse esta pequeña indecisión de su parte (no sabía si seguir o quedarse, si avanzar o retroceder, en realidad tuvo la duda de si se encontraba bajando o subiendo) graves trastornos ocurrieron alrededor. La compacta muchedumbre que le seguía rompió el denso entramado -sin embargo, casual- de tiempo y espacio, desperdigándose, como una estrella que al explotar provoca diáspora de luces y algún eclipse. Hombres perplejos resbalaron, mujeres gritaron, niños fueron aplastados, un anciano perdió su peluca, una dama su dentadura postiza, se desparramaron los abalorios de un vendedor ambulante, alguien aprovechó la ocasión para robar revistas del quiosco, hubo un intento de violación, saltó un reloj de una mano al aire y varias mujeres intercambiaron sin querer sus bolsos.
El hombre fue detenido, posteriormente, y acusado de perturbar el orden público. Él mismo había sufrido las consecuencias de su imprudencia, ya que, en el tumulto, se le quebró un diente. Se pudo determinar que, en el momento del incidente, el hombre que vaciló en la escalera que conducía de un andén a otro (a veinticinco metros de profundidad y con luz artificial de día y de noche) era el hombre que estaba en el tercer lugar de la fila número quince, siempre y cuando se hubieran establecido lugares y filas para el ascenso y descenso de la escalera.
El interrogatorio se desarrolló una tarde fría y húmeda del mes de noviembre. El hombre solicitó que se le aclarara en que equinoccio se encontraba, ya que a raíz de la vacilación que había provocado el accidente, sus ideas acerca del mundo estaban en un período de incertidumbre.
-Estamos, por supuesto, en invierno- afirmó con notable desprecio el funcionario encargado de interrogarle.
-No quise ofenderlo- contestó el hombre, con humildad-. No sabe hasta qué punto le agradezco su gentil información- agregó.
-Con independencia del invierno- contemporizó el funcionario-, ¿quiere explicarme usted qué fue lo que provocó este desagradable accidente?
El hombre miró hacia un lado y otro de las verdes paredes. Al entrar al edificio, le había parecido que eran grises; pero como tantas otras cosas, se trataba de una falsa apariencia, salvo que efectivamente, en cualquier momento, volvieran a ser grises. ¿Quién podría adivinar lo que el instante futuro nos depararía?
-Verá usted- se aclaró la garganta. No vio un vaso con agua por ningún lado, y le pareció imprudente pedirlo. Quizás fuera conveniente no solicitar nada. Ni siquiera comprensión. Paredes desnudas, sin ventanas. Habitaciones rectangulares, pero estrechas.
El funcionario parecía levemente irritado. Parecía. Nunca había conocido a un funcionario que no lo pareciera. Como una deformación profesional, o un mal hábito de la convivencia.
-De pronto- dijo el hombre-, no supe si continuar o si quedarme. Sé perfectamente que es insólito. Es insólito tener un pensamiento de esa naturaleza al subir o bajar la escalera. O quizás, en cualquier otra actividad.
-¿En qué escalón se encontraba? -interrogó el funcionario, con frialdad profesional.
-No puedo asegurarlo -contestó el hombre, sinceramente. Quería subsanar el error-. Estoy seguro de que alguien debe saberlo. Hay gente que siempre cuenta los escalones, en uno u otro sentido. Vayan o vengan.
-Usted, ¿iba o venía?
-Fue una vacilación. Una pequeña vacilación, ¿entiende?
De pronto, al deslizar los ojos, otra vez, por la superficie verde de la pared, había descubierto un diminuto agujero, una grieta casi insignificante. No podía decir si estaba antes, la primera o la segunda vez que miró la pared, o si se había formado en ese mismo momento. Porque con seguridad hubo una época en que fue una pared completamente lisa, gris o verde, pero sin ranuras. ¿Y cómo iba a saber él cuando había ocurrido esta pequeña hendidura? De todos modos, era muy incómodo ignorar si se trataba de una grieta antigua o moderna.
La miró fijamente, intentando descubrirlo.
-Repito la pregunta -insistió el funcionario, con indolente severidad.
Había que proceder como si se tratara de niños, sin perder la paciencia. Eso decían los instructores. Era un sistema antiguo, pero eficaz.
Las repeticiones conducen al éxito, por deterioro. Repetir es destruir-. ¿En qué escalón se encontraba usted?
Al hombre le pareció que ahora la grieta era un poco más grande, pero no sabía si se trataba de un efecto óptico o de un crecimiento real.
De todos modos- se dijo-, en algún momento crece se trata de estar atentos, o quizás, de no estarlo.
-No puedo asegurarlo - afirmó el hombre-. ¿existen defectos ópticos en esta habitación?
El funcionario no pareció sorprendido. En realidad, los funcionarios casi nunca parecen sorprenderse de algo y en eso consiste parte de su función.
-No -dijo con voz neutra-. Usted, ¿iba o venía?
-Alguien debe saberlo -respondió el hombre, mirando fijamente la pared.
Entonces era posible que la grieta hubiera aumentado en ese mismo momento.
Estaría creciendo sordamente, en la oscuridad del verde, como una célula maligna, cuya intención difiere de las demás.
-¿Por qué no usted? -volvió a preguntar el funcionario.
-Ocurrió en un instante -dijo el hombre, en voz alta, sin dirigirse expresamente a él. Trataba de describir el fenómeno con precisión.
Ahora el agujero en la pared parecía inofensivo, pero con seguridad era sólo un simulacro.
-Supongo que bajaba, o subía, lo mismo da. Había escalones por delante, escalones por detrás. No los veía hasta llegar al borde mismo de ellos, debido a la multitud. Éramos muchos. Vaga conciencia de formar parte de una muchedumbre, Repetía los movimientos automáticamente, como todos los días.
-¿Subía o bajaba? -repitió el funcionario, con paciencia convencional. Él sintió que se trataba de una deferencia impersonal, un deber del funcionario. No era una paciencia que le estuviera especialmente dirigida; era un hábito de la profesión y ni siquiera podía decirse que se tratara exactamente de un buen hábito.
-Se trataba de una sola escalera -dijo el hombre- que sube y baja al mismo tiempo. Todo depende de la decisión que se haya tomado previamente. Los peldaños son iguales, de cemento, color gris, a la misma distancia, unos de otros. Sufrí una pequeña vacilación. Allí, en mitad de la escalera, con toda aquella multitud por delante y por detrás, no supe si en realidad subía o bajaba, No sé, señor, si usted puede comprender lo que significa esa pequeñísima duda. Una especie de turbación. Yo subía o bajaba . en eso consistía, en parte, la vacilación -y de pronto no supe qué hacer. Mi pie derecho quedó suspendido un momento en el aire. Comprendí- con terrible lucidez- la importancia de ese gesto. No podía apoyarlo sin saber antes en qué sentido lo dirigía. Era, pues, pertinente, resolver la incertidumbre.
La grieta, en la pared, tenía el tamaño de una moneda pequeña. Pero antes, parecía la cabeza de un alfiler. ¿O era que antes no había apreciado su dimensión verdadera? La dificultad en aprehender la realidad radica en la noción de tiempo, pensó. Si no hay continuidad, equivale a afirmar que no existe ninguna realidad, salvo el momento. El momento. El preciso momento en que no supo si subía o bajaba y no era posible, entonces, apoyar el pie. Por encima de la grieta ahora divisaba una línea ondulada, una delgada línea ascendía -si miraba desde abajo- o descendía -si miraba desde arriba-. La altura en que estuviera colocado el ojo decidía, en este caso, la dirección.
-En el momento inmediatamente anterior a los hechos que usted narra -concedió el funcionario, casi con delicadeza-, ¿recuerda usted si acaso subía o bajaba la escalera?
-Es curioso que el mismo instrumento sirva tanto para subir como para bajar, siendo en el fondo, acciones opuestas -reflexionó el hombre, en voz alta-. Los peldaños están más gastados hacía el centro, allí donde apoyamos el pie, tanto para lo uno como para lo otro. Pensé que si me afirmaba allí iba a aumentar la estría. Un minuto antes de la vacilación -continuó-, la memoria hizo una laguna. La memoria navega, hace agua. No sirvió; quedó atrapada en el subterráneo.
-Según sus antecedentes -interrumpió, enérgico, el funcionario- jamás había padecido amnesia.
-No -afirmó el hombre-. Es un recurso literario. Fue una grieta inesperada.
Ascendiendo, la línea se dirigía hacía el techo. Podía seguirla con esfuerzo, ya que no veía bien a esa distancia. Sólo una abstracción nos permitía saber, cuando nos sumergimos, si la corriente nos desliza hacia el origen o hacia la desembocadura del río, si empieza o termina.
-Un momento antes del accidente -recapituló el funcionario-, usted, ¿subía o bajaba?
-Fue sólo una pequeña vacilación. ¿Hacia arriba? ¿Hacia abajo? En el pie suspendido en el aire, a punto de apoyarlo, y de pronto, no saber.
No hay ningún dramatismo en ello, sino una especie de turbación. Apoyarlo, se convertía en un acto decisivo. Lo sostuve en el aire unos minutos. Era una posición incómoda pero menos comprometida.
-¿Qué clase de vacilación? -preguntó de pronto el funcionario, iracundo.
Estaba fastidiado, o había cambiado de táctica. La grieta tenía ramificaciones. Nadie es perfecto. No se sabía si esas ramificaciones conducían a alguna parte.
-Por las dudas, no actué -confesó el hombre-. Me pareció oportuno esperar.
Esperar a que el pie pudiera volver a desempeñarse sin turbaciones, a que la pierna no hiciera preguntas inconfesables.
-¿Qué clase de vacilación? -volvió a preguntar el funcionario, con irritación.
-De la deritativas. Clase G. Configuradas como peligrosas. No es necesario consultar el catálogo, señor -respondió, vencido, el hombre-.
Una vacilación con ramificaciones. De las que vienen con familia. A partir de la cual, ya no se trataba de saber si se baja o sube la escalera: eso no importa, carece de cualquier sentido. Entonces, los hombres que vienen detrás -se suba o se baje siempre hay una multitud anterior o posterior- se golpean entre sí, involuntariamente, hay gente que grita, todos preguntan qué pasa, aúllan las sirenas, las paredes vibran y se agrietan, niños lloran, damas pierden los botones y paraguas, los inspectores se reúnen y los funcionarios investigan la irregularidad-. La mancha se estiraba como un pez.
-¿Puede darme un cigarrillo?
Cristina Peri Rossi (Uruguay, 1941) es una destacada poeta y narradora que en su obra ha trabajado la denuncia política.
En 1973 se instauró en Uruguay la dictadura de Jorge Pacheco Areco. La autora vivió la persecución y tuvo que exiliarse. Por ello, en este cuento busca denunciar la uniformidad y destacar el poder de atreverse a pensar distinto. Aunque recurre al absurdo, es un relato profundamente simbólico.
La historia sucede en una ciudad anónima, donde habitan seres desprovistos de identidad y en continuo movimiento. La arquitectura urbana se articula bajo un sistema que pretende uniformidad y propicia la soledad e incomunicación.
De este modo, la pequeña duda del protagonista genera un efecto dominó y se convierte en un peligro para el orden de la masa. El hecho de que se detuviera a meditar afecta lo establecido y permite que otros puedan seguirlo.
Entonces, la grieta se establece como la posibilidad de cambio. Con ello, el final revela que una vez que se le dio rienda suelta al pensamiento crítico, ya no hay manera de detenerlo.
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