7 cuentos de amor que te robarán el corazón

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana
Tiempo de lectura: 111 min.

Se dice que el amor es el motor de la existencia y ha sido uno de los grandes temas del arte a través de los siglos. A continuación se presentan cuentos en que se vislumbran las diversas facetas que puede tener. Así, se pueden encontrar amores que liberan, condenan o torturan.

1. El desquite - Emilia Pardo Bazán

Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la mala ventura de no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una palabra cariñosa; en cambio, había aguantado innumerables torniscones, sufrido continuas burlas y desprecios y recibido el apodo de Fenómeno; a los diecisiete se escapaba de su casa y, aprovechando lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó llegar a ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado, aplaudido, olvidaba su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de balsámicos laureles. La edad viril -¿pueden llamarse así a los treinta años de un escuerzo?- disipó estas quimeras de la juventud. Trifón Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no escogidos; de los que ven tan cercana la tierra de promisión, pero no llegan nunca a pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó a no pasar nunca de maestro de música a domicilio, tuvo un ataque de ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos ojos.

Lecciones le salían a docenas no sólo porque era, en realidad, un excelente profesor, sino porque tranquilizaba a los padres su ridícula facha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba a correr peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón; cuyas manos, desproporcionadas, parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas a medio despachurrar? Y se lo espetó en su misma cara, sin reparo alguno, al llamarle para enseñar a su hija canto y piano, la madre de la linda María Vega. Sólo a un sujeto «así como él» le permitiría acercarse a niña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientras mayor inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres!

Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido que esté de su miseria el miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó, sin duda, la inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo, sabría de sobra que era un monstruo; y, ciertamente, Trifón, se había mirado y conocía su triste catadura; y así y todo, le hirió, como hiere el insulto cobarde, la frase que le excluía del número de los hombres; y aquella noche misma, revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia las sábanas, decidió entre sí: «Ésta pagará por todas; ésta será mi desquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe que con el espíritu se puede seducir a las mujeres que tienen espíritu también!».

Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era, en efecto, un niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón a que sus discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien fácil le fue observar que la nueva discípula poseía un alma delicada, una exquisita sensibilidad y la música producía en ella impresión profunda, humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas, mientras las melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y retiro en que vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en abultado moño su hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían más propensa a exaltarse y a soñar. Por experiencia conocía Trifón esta manera de ser y cuánto predispone a la credulidad y a las aspiraciones novelescas. Cautivamente, a modo de criminal reflexivo que prepara el atentado, observaba los hábitos de María, las horas a que bajaba al jardín, los sitios donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella sola; y prolongando la lección sin extrañeza ni recelo de los padres, eligiendo la música más perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo a que iba a entregarse María.

Dos o tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una mañana, al pie de cierta maceta que regaba diariamente, encontró un billetito doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa, era suave preludio de ella, no tenía firma, y el autor anunciaba que no quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con expresar sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María, pensativa, rompió el billete; pero el otro día, al regar la maceta, su corazón quería salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de menudas gotas de agua su traje. Corrida una semana, nuevo billete -tierno, dulce, poético, devoto-; pasada otra más, dos pliegos rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La niña no se apartaba del jardín, y a cada ruido del viento en las hojas pensaba ver aparecerse al desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo que de oro escribía. Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los billetes continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible mano, solicitando respuestas y esperanzas. Después de no pocas vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos renglones que depositó en la maceta, besándola; y eran la ingenua confesión de su amor virginal. Varió entonces el tono de las cartas: de respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero el incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado. «¿A qué ver la envoltura física de un alma? ¿Qué importaba el barro grosero en que se agitaba un corazón?» Y María, entregado ya completamente el albedrío a su enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con los ojos, segura de que sería un dechado de perfecciones, el ser más bello de cuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quien de tan expresiva manera y con tal calor se explicaba, que María, sólo con releer los billetes, se sentía morir de turbación y gozo. Por fin, después de muchas y muy regaladas ternezas que se cruzaron entre el invisible y la reclusa, María recibió una epístola que decía en sustancia: «Quiero que vengas a mí»; y después de una noche de desvelo, zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la contestación terrible: «Iré cuándo y cómo quieras.»

¡Oh! ¡Que temblor de alegría maldita asaltó a Trifón, el monstruo, el ridículo Fenómeno, al punto en que dentro de carruaje sin faroles donde la esperaba, recibió a María con los brazos! La completa oscuridad de la noche -escogida, de boca de lobo- no permitía a la pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del seductor... Pero balbuciente, desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre aquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oído del ser deforme y contrahecho, las palabras que éste no había escuchado nunca, las rotas frases divinas que arranca a la mujer de lo más secreto de su pecho la vencedora pasión..., y una gota de humedad deliciosa, refrigerante como el manantial que surte bajo las palmeras y refresca la arena del Sahara, mojó la mejilla demacrada del corcovado... El efecto de aquellas palabras, de aquella sagrada lágrima infantil, fue que Trifón, sacando la cabeza por la ventanilla, dio en voz ronca una orden, y el coche retrocedió, y pocos minutos después María, atónita, volvía a entrar en su domicilio por la misma puerta del jardín que había favorecido la fuga.

Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la incredulidad de los contados amigos que Trifón posee cuando le oyen decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza:

-También a mí me ha querido, ¡y mucho!, ¡y desinteresadamente!, una mujer preciosa...

Emilia Pardo Bazán (1851 - 1921) fue una de las artistas españolas más importantes del siglo XIX. Escribió novelas, relatos breves, poesía, obras de teatro, artículos y crónicas de viaje. Además, fue la primera en dar a conocer la corriente naturalista en su país. Colaboró con varios periódicos y revistas, por lo que llegó a publicar alrededor de 600 cuentos a lo largo de su vida.

Entre sus libros, se encuentra la antología Cuentos de amor, en los que aborda lo romántico desde diversas aristas. En "El desquite" presenta a un protagonista poco carismático que genera empatía en el lector. Es un hombre feo y con defectos físicos que sólo ha recibido burlas y desprecios durante toda su vida.

A pesar de ello, logra estabilidad como profesor de música. De hecho, es el favorito de los padres, pues su apariencia hace imposible generar sentimientos en señoritas impresionables. Cuando una de las madres que lo contrata resalta este hecho, Trifón decide vengarse.

Así, la historia se centra en sus intentos por conquistar a su alumna, María, una chica dulce y de buen corazón. Las clases le permiten conocer a la joven y enamorarla a través de cartas. Sin embargo, cuando está a punto de lograr su cometido, se arrepiente de arruinarla, pues fue la única que logró ver su interior y le demostró cariño.

Con esta historia, Bazán crítica a la sociedad de su época, basada en lo superfluo que es incapaz de entender que el verdadero amor no hace distinciones.

2. En su lengua natal - Pía Barros

Era una llovizna tenue, incómoda, la que hacía resbalosas las calles de París a esa hora de la noche. Apretó las manos en los bolsillos de la chaqueta y la mujer cruzó ante sus ojos rayando para siempre el mundo entre dos idiomas.

Por un instante, las manos empuñadas en el chaquetón parecían implorar como en una vieja oración de infancia. Los ojos se cruzaron y nunca se arrepintió tanto de que los suyos fuesen azules, porque cualquier francés podía tenerlos así, y ella esperar con ese mohín pucheresco que el le hablara, que dijera el abracadabra mágico del café con cigarrillos que conduce al cuartucho gélido, a las pieles anexándose deseantes, perfectas, ante un mismo llamado.

Pero el idioma le pesaba en el bolsillo como una lápida.

Giró tras ella, titubeante, buscando diccionarios en su cabeza, palabras suaves, llamadoras, serpenteantes. Ninguna en esa lengua de sonidos resfriados.

Palabras iracundas, demandantes, furiosas. Estaba tan lejos, en sus calles a oscuras de un país lejano, donde todos los códigos acudían casi sin palabras, despacito, de reojo, y los aromos, o paraguas, o el sol abrasador de verano, cooperaban en la complicidad de los acercamientos.

Y allí, sobre las veredas gastadas de un París mítico, con sólo un par de francos en los bolsillos, las palabras se negaban a asistir. Sacó la mano derecha y la estiró tras ella, hasta rozarle una hebra del cabello castaño. Hacía meses que no acariciaba a una mujer.

Ajustó su paso al de ella, que caminaba cada vez más rápido, presintiendo los pasos que la acosaban.

No podía aspirar su olor en la llovizna, así es que lo inventó en cada zancada. La hizo de ojos castaños también, y boca ávida, y manos calientes recorriendo su espalda.

Un par de cuadras más y la perdería. Hizo un último esfuerzo y tocó su hombro en el llamado.

Ella giró hacia él y se quedó quieta esperando las palabras.

La desolación le empañó el fracaso, y sólo se encogió de hombros ante ella, que dio una patadita impaciente sobre la calzada.

Volvió a encogerse de hombros, abatido. Y porque no tenía nada que perder, susurró triste, que quería lamerla en su lengua natal, pero que no podía, porque las palabras se le habían quedado lejos, más allá de toda esperanza, y que aunque ella jamás comprendiese, ésa había sido su noche triste, como en el tango, y que llamara a la policía si creía que era un vago obtuso, un drogo aterrador, pero que sólo quería café y cigarrillos y lamerla en su lengua natal, nada más.

Volvió a encogerse de hombros, derrotado, espiando en el fondo de los ojos de la muchacha cómo ella consideraba uno a uno esos sonidos ansiosos, sus manos colgando a los costados, su cartografía chilena y desarmada.

Entonces fue que ella dijo, en un rotundo español:

Mi cuarto queda cerca...y tengo café.

Pía Barros (Chile, 1956) ha dedicado su obra al compromiso político, la importancia de la memoria y la visión de la literatura como forma de resistencia ante el poder imperante.

"En su lengua natal" explora la realidad que vivieron muchos exiliados que, durante la dictadura militar en Chile, tuvieron que irse a vivir a lugares lejanos con lenguas desconocidas. El relato está narrado desde la perspectiva de un joven que no tiene mucho que esperar en estas condiciones, hasta que ve una mujer en la calle que lo conquista de inmediato.

El cuento termina con un golpe de efecto. Esto genera no sólo humor, sino que funciona como una lección de vida, pues la autora pareciera afirmar que a pesar de los inconvenientes, no hay que dejar de intentar lo que se anhela.

3. La nevasca - Aleksandr Pushkin

A finales del año 1811, época memorable para todos nosotros, vivía en su propiedad de Nenarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich R. Tenía fama en toda la provincia por su hospitalidad y su buen corazón; sus vecinos solían ir a su casa a comer, a beber, a jugarse cinco kópeks con su mujer al boston; y algunos por ver a su hija María Gavrílovna, una joven alta y pálida de diecisiete años. Estaba considerada un buen partido y eran muchos los que la pretendían para ellos o para sus hijos.
María Gavrílovna se había educado en las novelas francesas y, en consecuencia, estaba enamorada. El objeto que su amor había escogido era un pobre alférez del ejército, que se encontraba de vacaciones en su pueblo. Como cabe suponer, al joven le devoraba la misma pasión, pero los padres de su amada, al notar esta inclinación mutua habían prohibido a su hija pensar en él siquiera, y le recibían peor que a un funcionario retirado.
Nuestros enamorados se escribían y se veían a solas todos los días, en el pinar o junto a la vieja capilla. Allí se juraban amor eterno, se lamentaban de su destino y urdían los planes más diversos. Así, escribiéndose y hablando, llegaron (cosa muy natural) al siguiente razonamiento: si no podemos respirar el uno sin el otro, y la voluntad de nuestros crueles padres se opone a nuestra felicidad, ¿cómo podríamos esquivar ese obstáculo? Naturalmente, esta feliz idea se le ocurrió primero al joven, pero encantó sobremanera a la imaginación romántica de María Gavrílovna.
Llegó el invierno y los encuentros se acabaron; la correspondencia se hizo entonces todavía más frecuente. Vladímir Nikoláyevich la suplicaba en cada carta que se abandonara en sus manos, que se casaran en secreto, se ocultaran durante una temporada y luego se echaran a los pies de sus padres, que, lógicamente, se emocionarían por la constancia heroica y la desdicha de los enamorados y no podrían decirles otra cosa que “Hijos, venid a nuestros brazos”.
María Gavrílovna vaciló durante mucho tiempo; numerosos planes de fuga fueron rechazados. Por fin aceptó: el día convenido tenía que retirarse sin cenar a su habitación so pretexto de un fuerte dolor de cabeza. Su doncella también participaba en la conspiración, juntas debían salir al jardín por la puerta trasera, fuera encontrarían un trineo preparado, se montarían e irían directamente a la iglesia de Zhádrino, un pueblo que estaba a cinco verstas de Nenarádovo, donde Vladímir las estaría esperando.
La víspera del día decisivo María Gavrílovna no durmió en toda la noche; hizo el equipaje, empaquetó su ropa y escribió una larga carta a una amiga suya, una señorita muy sentimental, y otra a sus padres. Se despedía de ellos con las expresiones más enternecedoras, disculpaba su comportamiento por la irresistible fuerza de su pasión y terminaba diciendo que consideraría como el momento más dichoso de su vida aquel en el que le fuera permitido echarse a los pies de sus queridísimos padres. Después de cerrar la carta con un sello de Tula, que representaba dos corazones ardientes con una inscripción al caso, se echó sobre la cama justo antes del amanecer y consiguió adormilarse; pero aun así la despertaban a cada instante espantosas pesadillas. Se figuraba que en el mismo momento en que subía al trineo para dirigirse a la iglesia, la detenía su padre, la arrastraba por la nieve con una velocidad tremenda y la tiraba en una catacumba negra y sin fondo... y ella caía con el corazón totalmente sobrecogido; o de pronto veía a Vladímir tumbado en la nieve, pálido y ensangrentado. Moribundo, le rogaba con voz estridente que se casara con él cuanto antes... Estas y otras visiones espantosas y absurdas se sucedieron ante sus ojos. Cuando se levantó, más pálida que de costumbre, tenía un auténtico dolor de cabeza. Los padres notaron su desasosiego; su tierna preocupación y las incesantes preguntas: ¿qué te pasa Masha?, ¿no estarás enferma, Masha?, le desgarraban el alma. Intentaba calmarlos y parecer contenta, pero no fue capaz. Llegó la noche. La idea de que era la última vez que pasaba el día con su familia le oprimía el corazón. Se sentía más muerta que viva; se despedía en silencio de todas las personas, de todos los objetos que la rodeaban.
Sirvieron la cena; el corazón le latía con fuerza. Con voz temblorosa anunció que no tenía ganas de cenar y se despidió de sus padres. Ellos le dieron un beso y, como de costumbre, la bendijeron: Masha a duras penas consiguió contener las lágrimas. Al entrar en su habitación se dejó caer en un sillón y se echó a llorar. La doncella intentaba convencerla de que se calmara y se animara. Todo estaba dispuesto. Al cabo de media hora Masha abandonaría para siempre la casa de sus padres, su habitación, su apacible vida de soltera... Afuera había tormenta de nieve; el viento aullaba, las contraventanas se estremecían y golpeaban; todo le parecía una amenaza y un mal presagio. Al poco tiempo se hizo el silencio en la casa, todos dormían. Masha se envolvió en un chal, se puso un abrigo de invierno, cogió su joyero y salió por la puerta trasera. La doncella la seguía llevando los dos bultos. Bajaron al jardín. La nevasca no amainaba; el viento les soplaba en el rostro, como si se esforzara en detener a la joven culpable. A duras penas consiguieron llegar hasta el borde del jardín. En el camino las esperaba ya el trineo. Los caballos, helados de frío, no podían estarse quietos; el cochero de Vladímir se agitaba junto a las varas luchando por contenerlos. Ayudó a la joven y a su doncella a acomodarse y a colocar los bultos y el joyero, cogió las riendas y los caballos echaron a volar. Pero dejemos a la joven en manos del destino y del arte de Tereshka, el cochero, y tornemos a nuestro joven enamorado.
Vladímir no paró en todo el día. Por la mañana fue a ver al pope de Zhádrino, a quien a duras penas logró convencer; luego marchó a buscar testigos entre los terratenientes del lugar. Al primero que visitó fue a Dravin, un corneta retirado de cuarenta años, que aceptó gustoso: aseguró que la aventura le recordaba tiempos pasados y las travesuras de los húsares. Convenció a Vladímir para que se quedara a comer con él asegurándole que no habría ningún problema con los otros dos testigos. En efecto, inmediatamente después de comer aparecieron el agrimensor Schmidt, un hombre con bigote y espuelas, y el hijo de un capitán de policía, un muchacho de dieciséis años que acababa de ingresar en los ulanos. No solamente aceptaron la propuesta de Vladímir, sino que le juraron que estaban dispuestos a sacrificar sus vidas por él. Vladímir, entusiasmado, les dio un abrazo y se marchó a su casa para prepararse.
Hacía tiempo que había anochecido. Mandó a Tereshka, que era de confianza, que llevara su troika a Nenarádovo y le dio severas y detalladas instrucciones: para él dispuso que le prepararan un trineo pequeño, de un caballo, y marchó solo sin cochero, a Zhádrino, adonde debía llegar también María Gavrílovna dos horas más tarde. Conocía bien el camino y sabía que no se tardaba más de veinte minutos.
Pero en cuanto Vladímir salió del pueblo y se encontró en el campo, se levantó viento desatando una nevasca tan fuerte que apenas le permitía ver nada. En un instante la nieve cubrió el camino; los alrededores se esfumaron en una tiniebla turbia y amarillenta, rasgada únicamente por los blancos copos de nieve; el cielo se juntó con la tierra. Vladímir descubrió que se hallaba en medio del campo e intentó en vano volver al camino: el caballo pisaba a ciegas, y a cada momento se metía en un montón de nieve o en el fondo de un hoyo; el trineo volcaba constantemente. Vladímir trataba por todos los medios de no perder la orientación. Pero todavía no divisaba el bosque de Zhádrino, aunque le parecía que llevaba ya más de media hora avanzando. Pasaron otros diez minutos; el bosque seguía sin aparecer. Vladímir cruzaba un campo surcado por profundos barrancos. La nevasca no cedía y el cielo no aclaraba. El caballo empezaba a cansarse, y Vladímir chorreaba sudor a pesar de hundirse en la nieve hasta la cintura a cada instante.
Por fin tuvo que aceptar que había perdido el rumbo. Se paró: se puso a pensar, a recordar, a hacer cábalas y llegó a la conclusión de que debía torcer a la derecha. Se dirigió hacia la derecha. El caballo apenas avanzaba. Llevaba ya más de una hora de camino. Zhádrino tenía que estar cerca. Pero por más que avanzaba el campo no se acababa nunca. Todo a su alrededor eran montones de nieve y barrancos; el trineo no hacía más que volcar y Vladímir no hacía más que levantarlo. El tiempo pasaba; Vladímir empezó a preocuparse. Por fin vio una mancha negra hacia un lado. Enfiló hacia ella. Al aproximarse vio que era un bosque. Alabado sea Dios, pensó, ya falta poco. Siguió el lindero del bosque, esperando encontrar en seguida el camino que conocía o bordearlo: al otro lado se encontraba Zhádrino. Pronto encontró el camino y se adentró en la oscuridad de los árboles despojados por el invierno. Allí el viento ya no podía huracanarse; el camino era liso; el caballo se animó y Vladímir se tranquilizó.
Pero seguía avanzando y Zhádrino no se veía; el bosque parecía no tener fin. Vladímir comprendió con horror que había penetrado en un bosque desconocido. La desesperación se apoderó de él. Dio un latigazo al caballo; el pobre animal se puso al trote, pero pronto tropezó y al cabo de un cuarto de hora volvía a marchar al paso, contra todos los esfuerzos del desdichado Vladímir.
Poco a poco los árboles empezaron a clarear y Vladímir salió del bosque: Zhádrino no se veía. Debía de ser cerca de la medianoche. Se echó a llorar y continuó adelante sin rumbo fijo. La tormenta se iba calmando, se dispersaban las nubes, ante sus ojos se extendía una llanura cubierta por una ondulada alfombra blanca. La noche era bastante clara. A lo lejos divisó una aldea con cuatro o cinco casas. Vladímir se dirigió hacia ella. Saltó del trineo junto a la primera isba, corrió hacia la ventana y se puso a llamar. A los pocos minutos se levantó la contraventana de madera y un viejo asomó su barba blanca.
—¿Qué quieres?
—¿Está lejos Zhádrino?
—¿Que si está lejos Zhádrino?
—Sí, sí, Zhádrino.
—No mucho, unas diez verstas.
Al oír esta respuesta Vladímir se agarró del pelo y se quedó inmóvil, como un hombre condenado a muerte.
—¿De dónde eres? —preguntó el viejo. Vladímir no tenía fuerzas para contestar.
—¿Podrías encontrarme unos caballos para llegar a Zhádrino? —preguntó.
—¡Qué vamos a tener caballos! —contestó el viejo.
—¿Y alguien que me enseñe el camino? Le pagaré lo que quiera.
—Espera —dijo el hombre bajando la contraventana—, te mando a mi hijo, él te llevará.
Vladímir se quedó esperando. Antes de que pasara un minuto volvió a llamar. Se abrió la contraventana, apareció la barba.
—¿Qué quieres?
—¿Dónde está tu hijo?
—Ahora sale, se está calzando. Qué pasa, ¿tienes frío? Entra si quieres.
—Gracias, pero mejor mándame a tu hijo cuanto antes.
Chirrió la puerta y salió un muchacho con una cachiporra; echó a andar, unas veces indicando, otras buscando el camino que había cubierto la nieve.
—¿Qué hora es? —le preguntó Vladímir.
—Va a amanecer en seguida —contestó el mozo. Vladímir ya no decía ni una palabra.
Ya era de día y cantaban los gallos cuando llegaron a Zhádrino. La iglesia estaba cerrada. Vladímir pagó a su guía y fue a la casa del pope. Su troika no estaba en el patio. ¡Qué noticia le esperaba!
Pero volvamos a nuestros buenos terratenientes de Nenarádovo y veamos qué pasa allí.
Pues nada.
Los viejos se levantaron y fueron a la sala. Gavrila Gavrílovich llevaba puesto el gorro de dormir y una chaqueta de franela, y Praskovia Petrovna, una bata guateada. Trajeron el samovar y Gavrila Gavrílovich mandó a una chica para que preguntara a María Gavrílovna cómo se sentía y cómo había dormido. La chica volvió diciendo que la señorita había dormido mal, pero que ahora se encontraba mejor y que pronto vendría a la sala. En efecto, se abrió la puerta y entró María Gavrílovna que saludó a sus papás.
—¿Cómo va tu cabeza, Masha? —preguntó Gavrila Gavrílovich.
—Mejor, papá.
—Habrá sido por la estufa —dijo Praskovia Petróvna.
—Es posible, mamá —contestó Masha.
El día transcurrió normalmente, pero en la noche Masha volvió a sentirse mal. Mandaron a la ciudad en busca del médico. Vino tarde y encontró a la enferma delirando. Presa de una fiebre intensa, la pobre enferma pasó dos semanas al borde de la tumba.
En la casa nadie tuvo conocimiento del intento de fuga. Las cartas que había escrito la víspera se quemaron; la doncella no dijo nada a nadie, temiendo la ira de sus señores. El pope, el corneta retirado, el bigotudo agrimensor y el pequeño ulano fueron discretos y con mucha razón. El cochero Tereshka nunca se iba de la lengua, ni cuando estaba borracho. De esta manera se guardó el secreto entre más de media docena de conspiradores. Pese a todo era la propia María Gavrílovna quien lo revelaba continuamente en su delirio. Pero como sus palabras no guardaban relación con nada, su madre, que no se separaba de su cama, tan sólo pudo comprender que Masha estaba locamente enamorada de Vladímir y que, seguramente, el amor era la causa de su enfermedad. Pidió consejo a su marido y a algunos vecinos, y al fin todos resolvieron unánimemente que ese amor debía ser el destino de María Gavrílovna, y que por más que hicieran no podían luchar contra el destino; que más vale pobre, pero honrado; que el dinero no da la felicidad y otras cosas por el estilo. Es sorprendente lo útiles que resultan los proverbios moralistas cuando no se nos ocurre nada para justificarnos.
Entretanto la joven empezó a mejorar. Hacía mucho que a Vladímir no se le veía por casa de Gavríla Gavrílovich, asustado como estaba por el recibimiento que le hacían habitualmente. Decidieron mandar a buscarlo para anunciarle la inesperada felicidad: los padres accedían al matrimonio. Pero cuál fue la sorpresa de los terratenientes de Nanarádovo cuando recibieron como respuesta a su invitación una carta medio trastornada. Vladímir les aseguraba que nunca volvería a pisar su casa y pedía que olvidaran al desdichado cuya única esperanza era la muerte. A los pocos días se enteraron de que Vladímir se había incorporado al ejército. Era el año 1812.
Tardaron mucho tiempo en decírselo a Masha, que estaba convaleciente. Ella nunca mencionaba a Vladímir. Al cabo de unos meses, al encontrar el nombre de Vladímir en la lista de los que se habían destacado y habían sido heridos en Borodinó, se desmayó y todos temieron que volviera a recaer. Pero, gracias a Dios, el desmayo no tuvo consecuencias.
Le ocurrió otra desgracia: Gavrila Gavrílovich murió, dejándola heredera de sus propiedades. La herencia no la consoló; compartía sinceramente la pena de la pobre Praskovia Petrovna y le juró que no se separaría nunca de ella; ambas dejaron Nenarádovo, el lugar de tristes recuerdos, y se trasladaron a la finca que tenían en ***.
Fueron numerosos los pretendientes que rodearon a la rica y encantadora joven, pero ella no daba esperanzas a ninguno. Cuando su madre intentaba convencerla de que eligiera a un compañero, María Gavrílovna meneaba la cabeza y se quedaba pensativa. Vladímir ya no existía: había muerto en Moscú la víspera de la entrada de los franceses. Su memoria era sagrada para Masha; al menos guardaba todo lo que podía recordárselo: los libros que él había leído, sus dibujos, las notas y poemas que había copiado para ella. Los vecinos, enterados de aquello, se asombraban de su constancia y esperaban con gran curiosidad al héroe que estaba llamado a vencer la triste fidelidad de aquella virginal Artemisa.
Entretanto la guerra había terminado gloriosamente. Nuestros regimientos regresaban del extranjero. El pueblo corría a recibirlos. Los músicos tocaban canciones traídas de la guerra: Vive Henri Quatre, valses tiroleses y arias de Joconde. Los oficiales, que habían marchado a la campaña siendo unos adolescentes, regresaban curtidos por vientos de mil batallas y cubiertos de cruces. Los soldados charlaban entre sí alegremente, mezclando palabras alemanas y francesas. ¡Tiempos inolvidables! ¡Tiempos de entusiasmo y de gloria! ¡Cómo latían los corazones rusos ante la palabra “patria”! ¡Qué dulces eran las lágrimas del encuentro! ¡Con qué unanimidad fundíamos los sentimientos de orgullo nacional y de amor al soberano! Y para él, ¡qué momento!
Las mujeres, las mujeres rusas, estuvieron admirables. Su habitual frialdad había desaparecido; su entusiasmo era realmente embriagador cuando, al recibir a los vencedores, gritaban: “¡Viva!”.
Y lanzaban sus gorritos al aire [oración tomada directamente de La desgracia de tener ingenio de Aleksandr Griboyédou, 1795-1829].
¿Qué oficial de los de entonces no confesaría que el mejor premio lo recibió de una mujer rusa?...
En aquellas fechas brillantes María Gavrílovna vivía con su madre en la provincia de *** y no pudo ver cómo celebraban las dos capitales el regreso del ejército. Pero en las provincias y en los pueblos el entusiasmo fue quizá todavía mayor. La aparición de un oficial le garantizaba un verdadero triunfo; cualquier enamorado vestido de frac hubiera tenido poco que hacer a su lado.
Habíamos dicho que María Gavrílovna, a pesar de su frialdad, estaba rodeada de pretendientes. Pero todos tuvieron que hacerse a un lado cuando apareció en su castillo Burmín, un coronel de húsares, herido en la guerra, con la orden de San Jorge en la solapa y una interesante palidez, como decían las damiselas del lugar. Tenía cerca de veintiséis años. Había venido a pasar las vacaciones en su propiedad, cerca de la aldea de María Gavrílovna. María Gavrílovna le trataba de una manera muy diferente. Delante de él su actitud ausente desaparecía y Masha se animaba. No podía decirse que estuviera coqueta con él, pero si el poeta tuviera que juzgar su conducta diría:

Seamor non è, che dunque...?
[“Si no es amor, ¿qué es?”]
[soneto CXXXII de Rime in vita di Madonna Laura, de Petrarca]

Burmín era, efectivamente, un joven muy agradable. Poseía precisamente aquella clase de inteligencia que gusta a las mujeres: una inteligencia reservada y observadora, sin ninguna pretensión y con una ironía despreocupada. Su comportamiento con María Gavrílovna era natural y espontáneo; pero sus ojos y su alma estaban detrás de cualquier cosa que dijera o hiciera ella. Parecía tener un carácter tranquilo y modesto, sin embargo la gente aseguraba que anteriormente había sido un desenfrenado vividor, cosa que no le perjudicaba en absoluto en la opinión de María Gavrílovna, que (como todas las damas jóvenes) perdonaba de buena gana las travesuras que revelaban un carácter valiente y apasionado.
Pero lo que más... (más que su dulzura, más que su agradable conversación, más que su interesante palidez, más que su brazo vendado) lo que más despertaba su curiosidad y su imaginación era el silencio del joven húsar. Ella no podía dejar de advertir lo mucho que gustaba al joven; seguramente él, hombre de mundo e inteligente, también había notado que ella le distinguía entre los demás: ¿cómo era posible entonces que todavía no le hubiera visto a sus pies ni hubiera escuchado su declaración de amor? ¿Qué era lo que le frenaba? ¿Era la timidez, inseparable del verdadero amor, el orgullo o la coquetería de un astuto donjuán? Éste era el misterio. Después de darle muchas vueltas resolvió que la timidez era la única causa posible y decidió alentarlo con nuevas atenciones, incluso con ternura si las circunstancias lo permitían. Anticipando un desenlace insólito, esperaba con impaciencia el momento de la declaración romántica. El secreto, cualquiera que sea su índole, es insoportable para el corazón femenino. Sus estrategias surtieron el efecto deseado; al menos, Burmín parecía sumido en una melancolía tan profunda y sus ojos negros se detenían en María Gavrílovna con tanto ardor, que el momento decisivo parecía inminente. Los vecinos hablaban de la boda como de una cosa hecha y la buena Praskovia Petrovna se alegraba de que su hija hubiera encontrado por fin el partido que se merecía.
Un día, mientras la anciana estaba haciendo un solitario en la sala entró Burmín y preguntó inmediatamente por María Gavrílovna.
—Está en el jardín —contestó la anciana—, vaya usted para allá, yo me quedo aquí esperándoles.
Burmín salió y la vieja se santiguó pensando: “A lo mejor hoy se arregla todo”.
Burmín encontró a María Gavrílovna junto al estanque, bajo un sauce, con un libro en la mano y vestida de blanco, como una auténtica heroína de novela. Después de haber contestado a las primeras preguntas, María Gavrílovna dejó intencionadamente que la conversación languideciera, aumentando así la turbación mutua, de tal modo que solamente se pudiera resolver con una declaración súbita y decidida. Eso fue lo que pasó: Burmín, dándose cuenta de la dificultad de la situación, anunció que desde hacía tiempo había buscado la ocasión de abrirle su corazón y pidió un minuto de atención. María Gavrílovna cerró el libro y bajó los ojos en señal de asentimiento.
—La amo —dijo Burmín—, la amo apasionadamente... (María Gavrílovna, ruborizándose, bajó la cabeza aún más). He actuado imprudentemente al entregarme a una dulce costumbre, la costumbre de verla y escucharla a diario... (María Gavrílovna recordó la primera carta de St. Preux). Ya es tarde para oponerme a mi destino; su recuerdo, su deliciosa e incomparable imagen, será de hoy en adelante la tortura y la alegría de mi vida; pero antes debo cumplir un penoso deber, revelarle un espantoso secreto y crear entre nosotros una barrera infranqueable...
—Esa barrera existió siempre —le interrumpió con viveza María Gavrílovna—, yo nunca podría ser su mujer...
—Ya sé que usted amó —contestó en voz baja— pero la muerte y tres años de sufrimiento... ¡Querida, amada María Gavrílovna!, no trato de privarme del último consuelo; la idea de que usted podría acceder a hacerme feliz, si... cállese, por Dios, no diga nada. Me hace sufrir. Sí, lo sé, siento que podría ser mía, pero soy el ser más desdichado... ¡estoy casado!
María Gavrílovna le miró con sorpresa.
—Estoy casado —continuó Burmín—, llevo más de tres años casado aunque no sé quién es mi mujer, ni dónde está y ni si algún día habré de encontrarme con ella.
—¿Qué dice usted? —exclamó María Gavrílovna—. ¡Qué extraño! Continúe, luego le contaré algo... pero continúe, haga el favor.
—A principios de 1812 —dijo Burmín— me encontraba de viaje, tenía mucha prisa por llegar a Vilna, donde estaba nuestro regimiento. Una noche, al llegar a una posta, mandé que me prepararan los caballos en seguida, cuando de pronto se levantó una terrible nevasca; el maestro de postas y los cocheros me aconsejaron que me quedara. Les hice caso, pero una inquietud inexplicable se apoderó de mí; me parecía que alguien me empujaba. La nevasca seguía; no pude soportarlo más, ordené que prepararan los caballos y me lancé a la tormenta. El cochero prefirió ir a lo largo del río, lo cual debía acortarnos el camino por lo menos tres verstas. Como la orilla del río estaba cubierta de nieve, el cochero no consiguió encontrar el lugar por donde se enlazaba con el camino y nos encontramos en un paraje desconocido. La tormenta no amainaba; vi una luz y ordené que nos dirigiéramos a ella. Llegamos a una aldea; en la iglesia de madera había luz. La iglesia estaba abierta, había varios trineos fuera de la verja y gente en el atrio.
“—¡Por aquí! ¡Por aquí! —gritaron varias voces—. Le dije al cochero que se acercara.
“—¡Por Dios!, ¿cómo te has retrasado tanto? —me dijo alguien—. La novia se ha desmayado, el pope no sabe qué hacer; estábamos a punto de volver. Ven en seguida.
“Sin decir una palabra salté del trineo y entré en la iglesia, débilmente iluminada por dos o tres velas. En un rincón oscuro había una joven sentada en un banco; otra le frotaba las sienes.
“—Gracias a Dios —dijo la segunda—, por fin ha llegado. Por poco mata a la señorita.
“Un viejo sacerdote se acercó a mí y me preguntó:
“—¿Desea que empecemos?
“—Empiece, padre —le dije distraído. Levantaron a la joven. Me pareció agraciada... ¡qué frivolidad tan incomprensible e imperdonable! Me coloqué junto a ella delante del altar; el sacerdote se daba prisa; tres hombres y la doncella sostenían a la joven y sólo se preocupaban de ella. Nos casaron.
“—Daos un beso —nos dijeron. Mi mujer volvió hacia mí su pálido rostro. Quise besarla... Ella gritó:
“—¡Ah, no es él! —y cayó sin sentido. Los testigos me miraron despavoridos. Di media vuelta, salí de la iglesia sin encontrar obstáculo alguno, salté en la kibitka [un trineo cubierto] y grité: ¡En marcha!”
—¡Dios mío! —exclamó María Gavrílovna—. Y ¿no sabe usted qué ha sido de su pobre mujer?
—No sé nada —contestó Burmín—, no sé cómo se llama la aldea donde me casé; no recuerdo de qué posta salí. En aquel momento le di tan poca importancia a mi criminal travesura que al alejarme de la iglesia me quedé dormido y no me desperté hasta la mañana siguiente, ya en una tercera posta. El criado que me acompañaba murió en la campaña, así que ni siquiera me queda la esperanza de encontrar a la mujer a quien gasté esa broma tan cruel y que ahora se ha vengado tan cruelmente.
—¡Dios mío, Dios mío! —dijo María Gavrílovna—, ¡entonces era usted! ¿No me reconoce?
Burmín palideció... y se arrojó a sus pies...

Aleksandr Pushkin (1799 - 1837) es considerado el padre de la literatura rusa moderna. Aunque se destacó como poeta, también escribió obras de teatro y novelas.

La nevasca es una historia de estilo romántico que recurre a los enredos para generar un efecto cómico. Así, a través del humor y la ironía hace un retrato de la Rusia de aquella época en donde la posición y el dinero resultaban de suma importancia en los enlaces amorosos.

Aun así, lo que predomina en el cuento es la comedia, pues los enamorados se dan cuenta que el "error" del pasado los condujo a la felicidad futura.

4. La noche de los feos - Mario Benedetti

1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

“¿Qué está pensando?”, pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”

“Sí”, dijo, todavía mirándome.

“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”

“Sí.”

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”

“¿Algo cómo qué?”

“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

“Prométame no tomarme como un chiflado.”

“Prometo.”

“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”

“No.”

“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

“Vamos”, dijo.

2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

Mario Benedetti (Uruguay, 1920 - 2009) se dedicó a la poesía y a la narrativa. Logró mucho éxito con el público, debido a sus narraciones con estructura y lenguaje sencillos, que reflejan la cotidianidad y los problemas del día a día de personajes comunes y corrientes.

En su obra prima el humor, la ironía y la crítica frente a un sistema social que promueve las diferencias de clase, castiga la diferencia y pretende la conformidad ante la existencia.

"La noche de los feos" es un breve relato que busca denunciar las expectativas de belleza canónica. A través de la voz de su protagonista, muestra el juicio al que son sometidos aquellos que no caben en los estándares.

Con un tono irónico, relata el momento en que conoce a una mujer con un defecto físico notorio, tal como él. Así, estos dos seres excluidos de la sociedad de los normales, logran establecer un vínculo y aprenden que queriéndose primero a sí mismos, pueden entregarse por completo al otro.

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5. Un sacrificio por amor - O. Henry

Cuando uno ama su propio arte, ningún sacrificio parece demasiado arduo.

Esa es nuestra premisa. Este cuento extraerá de ella una conclusión y, al mismo tiempo, demostrará que la premisa es incorrecta, lo cual constituirá algo nuevo en lógica y un hecho en la narración de cuentos, más viejo que la gran muralla de China.

Joe Larrabee surgió de las llanuras de robles del medio oeste, palpitando con el genio del arte pictórico. A los seis años dibujó un cuadro representando la bomba de la ciudad, por el lado de la cual pasaba aprisa un ciudadano prominente. Este esfuerzo pictórico fue colocado en un marco y colgado en el escaparate del bar, al lado de una fila irregular de botellas de whisky. A los veinte años, partió para Nueva York con una corbata de moño suelto, y un capital algo más ajustado.

Delia Caruthers hacía cosas en seis octavas tan promisorias en una aldea de pinos del sur, que sus parientes guardaron mucho en su barato sombrero para que ella fuese al “norte” y “terminara”. No podían ver su t…, pero ésa es nuestra historia.

Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se había reunido un grupo de estudiantes de arte y música, para discutir el claroscuro, Wagner, música, las obras de Rembrandt, cuadros, Waldenteufel, papel de pared, Chopin y Oolong.

Delia y Joe se enamoraron uno del otro o mutuamente, como a usted le agrade, y, en breve lapso, casaron…, pues (véase más arriba) cuando uno ama su propio arte ningún sacrificio parece demasiado arduo.

El señor y la señora Larrabee comenzaron a mantener un departamento. Era un departamento triste como el mantenido en la primera octava del piano. Pero ellos se sentían felices, pues tenían su Arte y se sonreían mutuamente. Yo daría un consejo a los jóvenes ricos: vendan todas sus posesiones y denlas al portero de su casa, por el privilegio de contar con un departamento en el que habiten su arte y su Delia.

Los moradores de departamentos apoyarían mi sentencia de que a ellos solos pertenece la auténtica felicidad. Si en un hogar reina la felicidad, nunca es demasiado estrecho; dejen que el aparador se desplome y convierta en una mesa de billar; que el manto de chimenea se trueque en un aparato de remo; el escritorio en un dormitorio de huéspedes; el lavabo en un piano vertical; que las cuatro paredes se junten si lo desean, siempre que usted y su Delia queden entre ellas. Pero, si el hogar es de otra clase, que sea amplio y largo; entre usted por la Puerta de Oro, cuelgue su sombrero en Hatteras, su capa en el Cabo de Hornos y salga por el Labrador.

Joe pintaba en la clase del gran Magister; usted conoce su fama. Sus honorarios son elevados; sus lecciones, breves; sus luces sutiles le han valido renombre. Delia lo hacía con Rosenstock; usted tiene noticias de su reputación como desbaratador de las teclas del piano.

Fueron muy felices en tanto tuvieron dinero. Así son todos…; pero no me mostraré cínico. Sus objetivos eran muy claros y definidos. Joe pronto sería capaz de pintar retratos que viejos caballeros de delgadas patillas y abultadas carteras se atropellarían en su estudio para tener el privilegio de adquirir. Delia se familiarizaría con la música y se tornaría luego desdeñosa hacia el arte de la bella combinación de los sonidos, de manera que cuando vio que las entradas para un concierto no se vendieron, pudo haber tenido dolor de garganta y quedarse en un comedor reservado, rehusándose a salir al escenario.

Pero lo mejor, en mi opinión, era la vida hogareña en el reducido departamento: las ardientes y volubles pláticas que tenían lugar después del estudio cotidiano; las cómodas cenas y los frescos y ligeros desayunos; el intercambio de ambiciones: ambiciones que se mezclaban con las del otro miembro de la pareja, o bien eran imposibles de ser tenidas en cuenta; la ayuda e inspiración mutuas, y -pasen por alto mi naturalidad- las aceitunas y los sándwiches de queso a las 23.

Después de un tiempo, el Arte hizo alto. Así sucede, a veces, aun cuando ningún guardabarrera le haga señas con la bandera. Todo sale y nada entra, como dicen los vulgares. Faltaba el dinero para pagar al señor Magister y a herr Rosenstock. Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece arduo. Por consiguiente, Delia le manifestó a su esposo que debía dar lecciones de música para conservar la olla hirviendo.

Durante dos o tres días, salió en busca de alumnos. Una noche regresó a su casa triunfante.

-Joe, querido -dijo alegremente-, tengo un alumno. Y, ¡oh!, la mejor gente. La hija del general… general A. B. Pinkney, que vive en la calle Setenta y Uno ¡Qué espléndida casa, Joe; tienes que ver qué puerta de calle! Creo que tú la llamarías bizantina. ¡Y adentro! ¡Oh, Joe!, nunca había visto una cosa semejante.

“Mi alumna se llama Clementina. Ya la amo. Es delicada, viste siempre de blanco y posee las maneras más dulces y simples. Tiene sólo dieciocho años. Le voy a dar tres lecciones por semana. Y, ¡date cuenta, Joe!, me pagarán cinco dólares por lección. No tengo, pues, el más mínimo inconveniente en enseñarle; así, cuando tenga dos o tres alumnos más, podré reanudar mis lecciones con herr Rosenstock. Bueno, desarruga ahora ese ceño, querido, y comamos bien.”

-Eso te conviene mucho, Delia -repuso Joe, atacando una lata de guisante con un cortaplumas y un tenedor-, pero, ¿qué me dices de mí? ¿Crees que voy a dejar que corras de un lado a otro en busca del sueldo, mientras yo coquetee en las regiones del arte elevado? ¡Por los restos de Benvenuto Cellini, no! Me parece que puedo vender diarios o colocar adoquines en las calles, y ganar un par de dólares.

Delia se le colgó del cuello.

-Joe, querido, eres tonto. Debes continuar tus estudios. No sería lo mismo si yo dejara la música y fuese a trabajar en alguna otra cosa. Mientras enseño, aprendo. No me aparto de los límites de la música. Y, con quince dólares por semana, podemos vivir como millonarios. No debes pensar en abandonar al señor Magister.

-Perfectamente -dijo Joe estirándose para coger el plato azul de verduras-. Pero detesto que des lecciones. Eso no es arte. Pero eres lo suficientemente buena como para hacer eso.

-Cuando una ama su Arte, ningún sacrificio es demasiado arduo -dijo Delia.

-Magister exaltó hasta el cielo el boceto que hice en el parque -dijo Joe-. Y Tinkle me dio permiso para colgar dos de ellos en su vidriera. Podré vender alguno si los ve algún idiota adinerado.

-Estoy segura de que lo harás -repuso Delia dulcemente-. Y ahora, agradezcamos al general Pinkey y a este asado de ternera.

Durante la semana siguiente, los Larrabee tomaron el desayuno temprano. Joe se hallaba entusiasmado con los bocetos de efectos matutinos que estaba haciendo en el Parque Central, y Delia lo despidió, desayunado, mimado, ponderado y besado, a las 7. El Arte es una novia comprometedora. Muchas veces, cuando regresaba, eran las 19.

Al final de la semana, Delia, dulcemente orgullosa pero lánguida, colocaba de manera triunfal tres dólares sobre la mesa de centro de ocho por diez (pulgadas) de la sala de ocho por diez (pies) del departamento.

-A veces -dijo la mujer con cierto hastío-, Clementina me acaba. Me parece que no practica lo suficiente y tengo que repetirle todos los días las mismas cosas. Y siempre se viste de blanco, lo cual se torna monótono. ¡Pero el general Pinkey es el viejo más encantador que he visto! Me agradaría que lo conocieses. A veces se presenta cuando estoy practicando con Clementina, y se para frente al piano, tirándose sus blancos bigotes. “¿Y cómo marchan las semicorcheas y las fusas?” me pregunta siempre.

“¡Me gustaría que vieras cómo tienen arreglada la sala, Joe! Poseen cortinas con ruedo de Astracán. Clementina tiene una tos muy cómica. Espero que sea más fuerte de lo que aparenta. Oh, le estoy cobrando verdadero cariño; ¡es tan cortés y distinguida!… El hermano del general Pinkey fue embajador en Bolivia.”

Joe, con el aire de un Montecristo, extrajo un billete de diez dólares, uno de cinco, uno de dos, y uno de uno -todas tiernas notas legales- y los dejó al lado de las ganancias de Delia.

-Vendí la acuarela del obelisco a un hombre de Peoría -le comunicó abrumadoramente.

-No me bromees -repuso Delia-, ¡no es de Peoría!

-Te lo aseguro. Me gustaría que lo conocieras, Delia. Es grueso, usa una bufanda de frisa y mondadientes de pluma de ave. Vio el dibujo en la vidriera de Tinkle y al principio creyó que era un molino de viento. Sin embargo, el hombre resultó una bendición, pues luego lo compró. Me pidió otro, un óleo de la estación ferroviaria de Lackawanna. ¡Lecciones musicales! Oh, creo que el Arte radica todavía en eso.

-Estoy muy contenta de que continúes en tus trabajos -dijo Delia cordialmente-. Estás llamado a triunfar, querido. ¡Treinta y tres dólares! Nunca hemos dispuesto antes de tanto dinero. Esta noche comeremos ostras.

-Y filet mignon y champaña -dijo Joe-. ¿Dónde está el tenedor para aceitunas?

El sábado siguiente por la noche Joe llegó a su hogar. Colocó sus dieciocho dólares sobre la mesa de la salita y se lavó la pintura de las manos, que parecían demasiado sucias.

Media hora después se hizo presente su esposa, con la mano derecha vendada.

-¿Qué significa esto? -interrogó Joe después de su usual saludo. Delia rió, pero no muy alegremente.

-Clementina -explicó la mujer- insistió en que comiera conejo de Gales después de la lección. Es una muchacha extraña. Semejante comida a las 17. El general estaba presente. Tendrías que haberlo visto correr con la fuente, Joe, como si no hubiera sirvienta en la casa. Me he dado cuenta de que Clementina no goza de buena salud; es muy nerviosa. Al servir, dejó caer sobre mi brazo un gran trozo de conejo hirviendo. Me quemó horriblemente, Joe. ¡La pobre muchacha estaba muy afectada por lo que le sucedió! El general Pinkey, Joe, casi se vuelve loco. Se lanzó escaleras abajo y envió a alguien -dicen que al cocinero o alguna persona de servicio- a una farmacia, en busca de un poco de óleo calcáreo y vendas para atarme la mano. Ahora no me duele mucho.

-¿Qué es esto? -interrogó Joe tomándole tiernamente la mano y tirando de los algodones que tenía debajo de la venda.

-Es algodón con óleo calcáreo -repuso Delia-. Oh, Joe, ¿vendiste el otro cuadro? -había visto el dinero sobre la mesa.

-¿Si lo vendí? -interrogó el esposo-; pregúntale al hombre de Peoría. Hoy llevó el que representa a la estación. Tal vez me pida el paisaje de un parque y una vista del Hudson. ¿A qué horas te quemaste la mano, Dele?

-Creo que a las 17 -contestó la mujer quejumbrosamente-. La plancha, quiero decir el conejo, lo sacaron del fuego más o menos a esa hora. Tendrías que haber visto al general Pinkey, Joe, cuando …

-Siéntate aquí un momento, Dele -dijo Joe. La arrastró hasta el sofá, se sentó al lado de ella y la rodeó con sus brazos.

-¿Qué has estado haciendo durante las dos últimas semanas? -interrogó el hombre.

Delia lo desafió durante unos instantes con una mirada preñada de amor y decisión, y murmuró vagamente un par de frases acerca del general Pinkey. Pero, por fin, agachó la cabeza y surgieron la verdad y las lágrimas.

-No pude conseguir ningún alumno -confesó-. Y no me era posible tolerar que abandonaras tus lecciones, de manera que he conseguido una ocupación de lavandera en ese gran taller de lavado y planchado de la calle Veinticuatro. Creo que procedí bien al inventar la existencia del general Pinkey y de Clementina, ¿no te parece! Esta tarde, cuando una muchacha del lavadero me asentó una plancha caliente en el brazo, inventé esa historia del conejo de Gales. ¿No estás enojado, verdad, Joe? Si no hubiera conseguido el trabajo no habrías podido vender tus pinturas al hombre de Peoría.

-No era de Peoría -repuso Joe lentamente.

-Bueno, no interesa de dónde procedía. ¡Qué inteligente que eres, Joe!… Y…, bésame, Joe… ¿Qué fue lo que te hizo sospechar que no daba lecciones a Clementina?

-No sospeché -repuso el hombre- hasta esta noche. Y tampoco habría desconfiado, si no hubiera sido porque esta tarde envié esos algodones y el óleo calcáreo, desde el cuarto de máquinas, para una muchacha del piso alto que se había quemado la mano con la plancha. He estado trabajando en las máquinas de ese lavadero durante las dos últimas semanas.

-Y entonces tú no…

-Mi comprador de Peoría -dijo Joe- y el general Pinkey son ambos creación del mismo arte, al cual no podrías llamar ni pintura ni música.

Ambos rieron y Joe comenzó:

-Cuando uno ama su propio Arte ningún sacrificio parece…

Pero Delia lo interrumpió poniéndole la mano en los labios.

-No -dijo-, simplemente “cuando uno ama”.

O. Henry (1862 - 1910) es un escritor norteamericano, reconocido como maestro del cuento debido a al humor y a sus finales sorpresivos.

En este relato se muestra a una pareja feliz y enamorada que no tiene los medios necesarios para vivir holgadamente. Ambos son artistas y desean poder dedicarse a sus aficiones. Sin embargo, la precaria situación económica empujará a la joven a realizar clases de música (algo cercano a su pasión) para así permitir la realización de su marido como pintor.

De esta manera, la mujer parece feliz al encontrar trabajo como profesora en una casa respetable y el hombre encuentra a un comprador que hace más cercano el sueño de vivir de sus pasiones.

Todo parece marchar bien, hasta que al final, se revela que ninguno de los dos se estaba dedicando a lo que les gustaba. Habían decidido buscar un trabajo normal para poder mantenerse. Por ello, se concluye con la frase "cuando se ama", que hace alusión a lo generoso y desinteresado que resulta el verdadero amor.

6. La plenitud de la vida - Edith Wharton

1

Había estado recostada durante horas, sumida en un plácido sopor no muy diferente de la dulce molicie que nos embarga en la quietud de un mediodía estival, cuando el calor parece haber acallado incluso a los pájaros y a los insectos. Mullidamente tumbada sobre flecos de hierba, dirige la mirada hacia lo alto, por encima de la uniforme techumbre que conforman las hojas de los arces, hacia el vasto cielo, despejado e impávido.

De cuando en cuando, a intervalos progresivamente crecientes, la atravesaba una punzada de dolor, como un fucilazo surcando ese mismo cielo de verano. Resultaba, sin embargo, demasiado fugaz para conseguir sacarla de su estupor, ese estupor delicioso y abisal en el que iba cayendo cada vez más profundamente sin oponer el menor conato de resistencia, el más mínimo esfuerzo por aferrarse a los recesivos bordes de la consciencia.

La resistencia y el esfuerzo tuvieron sus momentos de plenitud, pero ahora habían cesado por completo. Su mente, hostigada desde hacía tiempo por imágenes grotescas, por fragmentarias visiones de la vida que llevaba últimamente, por aflictivos versos, por recurrentes representaciones de cuadros contemplados alguna vez, por las difusas impresiones que en ella habían dejado ríos, torres y cúpulas en el transcurso de viajes casi olvidados… Su mente apenas reaccionaba ya a unas escasas y primarias sensaciones de incoloro bienestar, de vaga satisfacción al recordar que le había dado el trago definitivo a aquella medicina fatal… y que no volvería a escuchar el chasquido de las botas de su marido (aquellas horrendas botas), que nadie la molestaría más con cuestiones relativas a la cena del día siguiente o a los encargos pendientes en la tienda de ultramarinos.

Al final, incluso aquellas débiles sensaciones acabaron engullidas por la espesa tiniebla que la iba cercando, por el crepúsculo cuajado de pálidas rosas geométricas, desplegadas ante ella en suaves e incesantes círculos que, a su vez, se ensombrecían poco a poco hasta adoptar una negrura uniforme y azulada similar a la de una noche de verano sin estrellas. Y en dicha oscuridad se iba adentrando paulatinamente, con la reconfortante sensación de seguridad de quien se sabe sostenido desde abajo. Una tibia marea que se deslizaba cada vez más arriba la iba rodeando, envolviendo su cuerpo relajado y exhausto en un aterciopelado abrazo, sumergiéndole primero pecho y hombros, y desplazándose gradualmente sobre su cuello con inexorable delicadeza hasta alcanzar su barbilla, sus orejas, su boca. ¡Ah!, ahora avanzaba demasiado, volvía el impulso de presentar batalla…

Tenía la boca llena…, se ahogaba… ¡Socorro!

—Todo ha concluido —anunció la enfermera cerrándole los párpados con profesional aplomo.

El reloj dio las tres. Todos lo recordarían más adelante. Alguien abrió la ventana para permitir la entrada de una de esas corrientes de aire extraño y neutral que recorre la tierra entre la noche y el alba. Alguien (distinto) condujo al marido hasta otra habitación. Él salió con paso indolente, como un ciego, calzado con sus restallantes botas.

2

Le pareció estar de pie bajo una especie de umbral, pese a que no veía ante sí ninguna puerta tangible. Tan sólo un inabarcable panorama de luz, suave pero penetrante como el fulgor simultáneo de millares de estrellas, se iba extendiendo gradualmente ante sus ojos ofreciendo un beatífico contraste con la cavernosa oscuridad de la que acababa de emerger.

Avanzó unos pasos, sin miedo pero con cierta vacilación, y a medida que su vista se fue habituando a las fundentes densidades de luz que la rodeaban, acertó a distinguir los contornos de un paisaje que a primera vista se le antojó inmerso en la opalina ambigüedad típica de las vaporosas creaciones de Shelley, pero que poco después fue adquiriendo relieves más definidos. Así, se le fueron desvelando una descomunal y soleada planicie, la aérea silueta de unas montañas y, seguidamente, el plateado serpenteo de un río sobre un valle, así como el estarcido azul de los árboles alineados en sus meandros… Todo ello recordaba en cierto modo, en su tonalidad indescriptible, a los cerúleos azules de Leonardo: extraños, subyugadores, misteriosos… Azules que encauzaban la vista y la imaginación hacia regiones de goces indecibles. Extasiada en tal contemplación, el corazón le latía con un asombro placentero y acuciante; tan jubilosa le parecía la promesa que creía adivinar en la incitación de aquella distancia hialina…

—Así que, después de todo, la muerte no es el fin. —Se escuchó decir a sí misma en voz alta con alborozo—. Siempre pensé que eso era imposible. Creí a Darwin, por supuesto. Todavía creo en él. Pero el propio Darwin dijo (eso pienso, al menos) que no las tenía todas consigo respecto al tema del alma, y Wallace fue un espiritualista, y también estaba George Mivart… —La mirada se le extravió en la etérea lejanía de las montañas—. ¡Qué belleza! ¡Qué bien se está aquí! —murmuró—. Tal vez ha llegado el momento de averiguar lo que es vivir.

Mientras hablaba sintió una repentina aceleración de su ritmo cardiaco y al mirar hacia arriba advirtió que ante ella estaba el Espíritu de la Vida.

—¿De verdad que nunca has sabido lo que es la vida? —le preguntó el Espíritu de la Vida.

—Jamás he conocido la plenitud de la vida que todos nos sentimos llamados a conocer, pese a que no han faltado en la mía dispersos atisbos de ella, como el olor a tierra que a veces se percibe en alta mar.

—¿Y a qué llamas tú «Plenitud de la Vida»? —preguntó nuevamente el Espíritu.

—¡Oh, si tú no lo sabes, cómo voy a explicártelo yo! —dijo ella con un punto de reproche—. Se supone que hay muchas palabras para definirlo, entre las cuales las más usadas son «amor» y «afecto», pero no estoy muy segura de que sean las idóneas. Además, hay tan poca gente que sepa lo que significan…

—Estuviste casada —dijo el Espíritu— y, aun así, ¿no conociste la plenitud de la vida en tu matrimonio?

—¡Oh, no, válgame Dios! —replicó ella con indulgente desdén—. Mi matrimonio fue un asunto bastante precario.

—Y, pese a ello, ¿apreciabas a tu marido?

—Has dado con la palabra exacta. Le apreciaba, sí, pero lo mismo que apreciaba a mi abuela, la casa en que nací o a mi antigua niñera. ¡Oh, sí, le apreciaba!, y se nos consideraba una pareja muy feliz. Pero a veces pienso que la naturaleza de la mujer es como una casa con muchas habitaciones: está el recibidor de entrada por el que pasa todo el mundo para salir o entrar, el salón en el que una recibe a las visitas formales, la sala de estar donde los miembros de la familia vienen y van a su antojo… Pero más apartadas, mucho más apartadas, hay otras habitaciones cuyos picaportes nunca se hicieron girar para abrir sus puertas. Nadie conoce el camino para acceder a ellas, nadie sabe a dónde conducen. Y en la habitación más recóndita de todas, en el santuario de santuarios, el alma se sienta sola, aguardando el sonido de unos pasos que nunca llegan.

—Y tu marido —preguntó el Espíritu al cabo de una pausa— ¿nunca fue más allá de la salita familiar?

—¡Nunca! —respondió exasperada—. Y lo peor de todo es que estaba muy conforme con no pasar de ahí. Consideraba la salita un lugar precioso y, en ocasiones, cuando admiraba el vulgar mobiliario, impersonal como las sillas y mesas de un recibidor de hotel, me entraban ganas de gritarle: «Estúpido, ¿es que nunca vas a adivinar que, justo aquí al lado, hay estancias llenas de tesoros y portentos como no ha visto jamás el ojo humano, estancias a las que jamás ha accedido nadie pero en las que tú podrías quedarte de por vida si fueses capaz de dar con el picaporte?».

—Entonces —prosiguió el Espíritu— esos momentos de los que hablabas antes, esos que parecían sobrevenirte como esporádicos atisbos de la plenitud de la vida, ¿no los compartías con tu marido?

—Oh, no… Nunca. Él era diferente. Sus botas chasqueaban continuamente y cada vez que salía de una habitación lo hacía dando un portazo. Jamás leía nada que no fuesen novelas baratas o las noticias de deportes de la prensa y… y… En resumidas cuentas, que no nos entendimos en absoluto el uno al otro.

—En ese caso, ¿a qué otras influencias atribuías las exquisitas sensaciones que mencionas?

—Pues no sabría decirlo. Unas veces al perfume de una flor, otras a un verso de Dante o de Shakespeare o incluso a un cuadro o a una puesta de sol, o a uno de esos días de calma en alta mar cuando a una le parece estar recostada en la cuenca de una perla azul. En ocasiones (aunque de manera muy ocasional) a algo dicho por alguien que obró el milagro de poner en palabras, en el momento adecuado, lo mismo que yo había sentido y no había sido capaz de expresar.

—¿Alguien a quien amabas? —inquirió el Espíritu.

—¡Yo nunca he amado de esa forma! —repuso ella con pesadumbre—. Como tampoco pensaba en nadie en particular al hablar, tal vez en dos o tres personas que, al pulsar eventualmente alguna tecla de mi ser, lograron hacer sonar una nota aislada de la extraña melodía que parecía dormir dentro de mi alma. Sin embargo, han sido pocas las veces en las que he podido atribuir tales sensaciones a las personas. Y, desde luego, nadie suscitó nunca en mí una sensación de felicidad como la que tuve el privilegio de experimentar una noche en la capilla de San Miguel, en Florencia.

—Háblame de ello —dijo el Espíritu.

—Fue casi al anochecer, tras una tarde lluviosa de primavera en la semana de Pascua. Las nubes se habían dispersado, barridas por un viento repentino y, cuando entramos en la iglesia, las fulgentes vidrieras de las ventanas brillaban en lo alto como lámparas en la penumbra. Había un sacerdote en el altar mayor y su blanca vestidura contrastaba como una mancha lívida contra la oscuridad saturada de incienso. La luz de las velas danzaba arriba y abajo como luciérnagas en torno a su cabeza. Un grupo de personas estaban arrodilladas a su alrededor. Nosotros pasamos con cuidado por detrás y nos sentamos en un banco cercano al tabernáculo de Orcagna.

»Por raro que parezca, aunque Florencia no era nueva para mí, no había estado antes en esa iglesia, y bajo aquella luz mágica vi por vez primera los escalones taraceados, las estriadas columnas, las esculturas en bajo relieve y el baldaquín del fastuoso sagrario. El mármol, desgastado y pulido por la sutil mano del tiempo, había adquirido un indescriptible tono rosáceo que recordaba remotamente al color miel de las columnas del Partenón, siendo este otro más místico, más intrincado, un color no nacido del pertinaz beso del sol, sino surgido de aquella semioscuridad de cripta, de las llamas de las velas sobre las tumbas de los mártires, de los haces de luz crepuscular filtrados a través de las simbólicas vidrieras de crisoprasa y rubí. Una luz como la que ilumina los misales de la biblioteca de Siena, o como la que irradia cual fuego invisible la Madonna de Juan Bellini en la iglesia del Redentor de Venecia… La luz de la Edad Media, más rica, más solemne, más significativa que el diáfano sol de Grecia.

»En la iglesia reinaba el silencio, tan sólo interrumpido por las letanías del sacerdote y por el arrastre ocasional de alguna silla por el suelo. Mientras me encontraba allí, bañada por aquella luz, cautivada por la contemplación del milagro de mármol que se erigía ante mis ojos (hábilmente diseñado como un cofre de marfil, embellecido con incrustaciones de joyería y oscurecidas vetas de oro), sentí cómo era arrastrada por una poderosa corriente cuyo nacimiento parecía remontarse al principio mismo de las cosas y en cuyas torrenciales aguas iban convergiendo todos los afluentes de las pasiones y los afanes humanos. La vida, en sus distintas manifestaciones de belleza y singularidad, parecía danzar rítmicamente en torno a mí mientras me impulsaba hacia delante, y tuve la certeza de que cualquier camino que hubiese transitado alguna vez el espíritu del hombre resultaría ser plenamente familiar para mis pies.

»Extasiada en dicha visión, los pinjantes medievales del tabernáculo de Orcagna parecieron fundirse y recobrar sus formas primitivas, de tal manera que el lánguido loto del Nilo y el acanto griego aparecían entrelazados con los nudos rúnicos y los monstruos de cola de pez del Norte. Cualquier forma plástica de terror o belleza creada por la mano del hombre desde el Ganges hasta el Báltico oscilaba y se entremezclaba en la apoteosis de la

María de Orcagna. Y el río no cesaba de empujarme hacia delante. Tras de mí quedaban los irreconocibles rostros de las civilizaciones antiguas y los célebres portentos de Grecia, pero yo continuaba braceando sobre la arrolladora marea de la Edad Media con sus impetuosos torbellinos de pasión y sus remansos de poesía y arte capaces de reflejar el cielo. Podía escuchar los acompasados golpes de los martillos de los artesanos tanto en las herrerías como contra los muros de las iglesias, las consignas de facciones armadas en las angostas callejas, el diapasón de los versos de Dante, el crepitar de los leños en torno a Arnaldo de Brescia, el trino de las golondrinas a las que predicaba san Francisco, la risa de las damas escuchando las salidas de tono del Decamerón al pie de las laderas mientras la Florencia devastada por las plagas clamaba de desesperación a escasa distancia… Pude oír eso y mucho más, todo mezclado en un extraño unísono con voces de un pasado aún más remoto, violentas, apasionadas o apacibles, pero, en cualquier caso, sometidas a una armonía tan increíble que me hizo pensar en el cántico que conjuntamente entonaban las estrellas matutinas, y tuve la sensación de que estuviese sonando justo en mis oídos. El corazón me latía hasta provocarme sofoco, las lágrimas me escocían bajo los párpados… Y es que la dicha, lo misterioso que resultaba todo aquello, llegaba a resultar intolerable, imposible de soportar. Ni siquiera entonces alcancé a comprender la letra de aquel cántico, pero sabía que de haber habido alguien escuchándola a mi lado tal vez entre los dos hubiésemos logrado descifrarla.

»Me volví hacia mi marido, que, sentado junto a mí en actitud de resignado abatimiento, escudriñaba el fondo de su sombrero. Pero justo en ese instante se puso en pie y, estirando sus entumecidas piernas, sugirió amablemente: “Mejor nos vamos, ¿no? No parece que haya demasiado que ver por aquí, y la cena de la table d’hôte se sirve a las seis y media en punto”.

Concluida su exposición, se produjo un intervalo de silencio al cabo del cual el Espíritu de la Vida dijo:

—Siempre aguarda una compensación para las necesidades de las que hablas.

—¡Oh! Entonces, tú sí que me comprendes, ¿no es verdad? ¡Dime qué clase de compensación, venga!

—Se ha dispuesto que cualquier alma que en la tierra haya buscado en vano un alma gemela ante la cual poder desnudar lo más íntimo de su ser la encuentre aquí y se una a ella por toda la eternidad.

Un grito de júbilo escapó de sus labios:

—¡Ah!, ¿voy a encontrarle por fin? —gritó exultante.

—Aquí está —dijo el Espíritu de la Vida.

Ella alzó los ojos y vio ante sí a un hombre cuya alma (bajo aquella luz desmesurada le parecía ver su alma con mayor claridad que su rostro) la atraía hasta él con una fuerza invencible.

—¿Eres tú realmente él?

—Soy él —respondió el otro.

Ella le tendió la mano y le condujo hasta el alféizar bajo el cual se extendía todo el valle.

—¿Bajaremos juntos a ese lugar maravilloso? —le preguntó ella—. ¿Lo veremos juntos como si tuviésemos los mismos ojos y nos diremos con las mismas palabras todo lo que pensemos y sintamos?

—Eso mismo he estado esperando y soñando yo hasta hoy —repuso.

—¿Cómo? —inquirió ella con creciente alegría—. Entonces, ¿tú también me has

estado buscando?

—Toda mi vida.

—¡Qué maravilla! ¿Y nunca encontraste a nadie en el otro mundo que te comprendiera?

—No del todo… No como nos entendemos tú y yo.

—¿Así que tú también lo sientes así? ¡Oh, qué feliz soy! —suspiró ella.

Permanecieron con las manos entrelazadas, mirando por encima del alféizar hacia el radiante paisaje que se exponía ante sus pies en medio del espacio zafirino. El Espíritu de la Vida, que continuaba observando bajo el umbral, podía oír de vez en cuando algún volátil retazo de su charla que regresaba demorado hasta él, como la golondrina extraviada que en ocasiones el viento aísla de su tribu migratoria.

—¿No has sentido nunca en el atardecer…?

—¡Oh, claro que sí! Pero nunca se lo escuché decir a nadie más. ¿Y tú?

—¿Recuerdas ese tercer verso del canto tercero del Infierno de Dante?

—Ah, ese verso, siempre fue mi favorito… ¿Es posible que…?

—¿Sabes cuál es la Victoria inclinada del friso de Atenea Niké?

—¿Te refieres a la que se ata la sandalia? ¿Entonces también tú te has dado cuenta de que todos los Botticelli y Mantegna están latentes entre los vaporosos pliegues de sus ropajes?

—¿Has visto alguna vez tras una tormenta de otoño…?

—¡Sí, sí! Es curioso cómo ciertas flores evocan a ciertos pintores, el perfume del clavel a Leonardo, el de la rosa a Tiziano, el del nardo a Crivelli…

—Jamás imaginé que otra persona pudiese haberlo notado.

—¿No has pensado nunca…?

—¡Oh, sí! Más veces de las que crees, pero ni en sueños se me ocurrió que otro pudiese haber pensado lo mismo.

—Pero sin duda debes de haber sentido que…

—Oh, sí, sí… Y tú también…

—¡Qué hermoso! ¡Qué extraño…!

Sus voces subían y bajaban como el sonido de dos fuentes respondiéndose la una a la otra a través de un jardín sembrado de flores. Al cabo de un tiempo, en tono de dulce apremio, él se volvió hacia ella y le dijo:

—Amor, ¿por qué demorarnos aquí? Tenemos toda la eternidad por delante. Bajemos juntos hasta esos hermosos campos y levantemos una casa en alguna de esas colinas azules que se que alzan sobre el reluciente río.

Mientras el hombre hablaba, ella retiró instintivamente la mano que minutos antes había dejado abandonada en la suya, y él pudo advertir que una nube atravesaba el resplandor de su alma.

—¿Una casa? —repitió ella en voz queda—. ¿Una casa en la que vivir los dos juntos durante toda la eternidad?

—¿Por qué no, amor? ¿Acaso no soy el alma que la tuya ha estado buscando?

—Sssí… sí, lo sé… Pero, ya sabes, una casa no me parecería mi casa a no ser que…

—¿A no ser que…? —repitió él con un deje de asombro.

Ella se abstuvo de responder, pero mentalmente, en un arrebato de arbitraria sinrazón, concluyó para sí misma: «A no ser que cerrases la puerta de un portazo y llevases botas que chasqueasen al andar».

Pero él la había tomado nuevamente de la mano y, avanzando de modo apenas perceptible, la iba conduciendo hacia la refulgente escalinata que descendía hasta el valle.

—Vamos, ¡ay, alma de mi alma! —le imploraba él apasionadamente—. ¿Para qué perder un solo instante? Seguro que, al igual que yo, sientes que incluso la eternidad resulta corta para esta dicha nuestra. Ya me parece ver nuestro hogar. ¿Y acaso no lo he visto siempre en mis sueños? Es todo blanco, ¿no es verdad, amor?, con columnas suaves al tacto y una cornisa con relieves recortándose contra el azul del cielo. Rodean la casa arboledas de laurel y adelfas, así como macizos de rosas, pero desde la terraza por la que solemos pasear al caer la tarde la vista también alcanza a divisar bosques y frescos prados a través de los cuales, casi sepultado bajo primitivas frondas, un arroyo sigue su delicado curso en busca del río. Dentro de casa nuestros cuadros favoritos cuelgan de las paredes y los libros se alinean en los estantes de las habitaciones. Fíjate, querida, por fin tendremos tiempo de leerlos todos. ¿Por cuál empezaremos? Vamos, ayúdame a elegir. ¿Será Fausto, La vida nueva, La tempestad, Los caprichos de Mariana o el trigésimo primer canto del Paraíso, o tal vez el Epipsychidion o el Lycidas? Dime, querida, ¿cuál?

No había terminado de hablar cuando advirtió la sonrisa de ella vibrando ilusionada en sus labios. Sin embargo, se le borró al instante, justo antes del silencio que se produjo a continuación. Permaneció inmóvil, remisa a la invitación de la mano que él le tendía.

—¿Qué ocurre? —preguntó él en tono de súplica—. Aguarda un instante —dijo ella con una extraña vacilación en la voz—. Antes necesito saber, ¿estás completamente seguro de ti mismo? ¿No hay nadie en el mundo a quien recuerdes algunas veces?

—No desde el momento en que te vi —repuso él. Porque, para ser un hombre, era verdad que se había olvidado por completo.

Con todo, ella seguía sin moverse, y él vio oscurecerse la sombra que se abatía sobre su alma.

—Seguramente, amor —le reprochó él—, no es eso lo que de verdad te inquieta.

Por lo que a mí respecta, ya he surcado el Lete. El pasado se ha desvanecido como una nube sobre la luna. No fue vida lo que tuve hasta encontrarte.

Ella no respondió a sus ruegos, pero, al cabo de unos minutos, incorporándose con visible esfuerzo, se apartó de él y se acercó al Espíritu de la Vida, que todavía aguardaba junto al umbral.

—Quiero hacerte una pregunta —dijo ella, preocupada.

—Pregunta —respondió el Espíritu.

—Hace un rato —empezó a decir lentamente— me dijiste que cualquier alma que no hubiese encontrado su alma gemela en la tierra está llamada a hallar una aquí.

—¿Y no has encontrado ninguna? —preguntó el Espíritu.

—Sí, pero ¿le ocurrirá lo mismo al alma de mi esposo?

—No —contestó el Espíritu de la Vida—, porque tu esposo creyó haber encontrado en ti su alma gemela en la tierra. Y la eternidad carece de remedios para tales alucinaciones.

A ella se le escapó un pequeño grito. ¿De decepción o de triunfo?

—Entonces… ¿qué le pasará a él cuando llegue aquí?

—No sabría decírtelo. No cabe duda de que hallará cierto campo de acción y de felicidad, en justa proporción a su capacidad para ser activo y feliz.

Ella le interrumpió espetándole casi al borde de la cólera:

—Nunca será feliz sin mí.

—No estés tan segura de eso —contestó el Espíritu.

Como ella pareció hacer caso omiso, el Espíritu añadió:

—Tu marido no va a comprenderte aquí arriba mejor de lo que lo hizo en la tierra.

—No importa —dijo ella—. Yo seguiré siendo la única damnificada, puesto que él siempre pensó que me comprendía.

—Sus botas chasquearán igual que antes…

—Eso no me importa.

—Y dará portazos al salir…

—Seguramente.

—Y seguirá leyendo populares novelas de tren.

Ella le atajó con vehemencia:

—Bueno, muchos hombres hacen cosas peores.

—Pero acabas de decir —insistió el Espíritu— que no le amabas.

—Cierto —repuso ella sin vacilación. Pero ¿no te das cuenta de que no podría sentirme en casa sin él? Todo esto está muy bien para una o dos semanas… ¡pero para la eternidad! Al fin y al cabo los chasquidos de sus botas no me molestaban tanto, salvo cuando tenía jaquecas, y supongo que aquí no las tendré. Y además él se arrepentía enormemente cada vez que daba un portazo… Sólo que era incapaz de acordarse de no hacerlo. Por otra parte, ninguna otra persona sabría cuidar de él como yo… Es un ser tan desvalido… Nadie rellenaría nunca su tintero, se quedaría sin sellos de repente y sin tarjetas de visita. Nunca se acordaría de reforzar el paraguas o de preguntar el precio de algo antes de comprarlo. Vamos, ni siquiera sabría qué novelas leer. Siempre era yo quien tenía que escoger las que le gustaban, ésas con crímenes, falsificaciones y algún detective infalible.

Se volvió abruptamente hacia su alma gemela, que permanecía escuchando con cara de estupor y consternación.

—¿No entiendes que de ninguna manera me puedo ir contigo?

—Pero ¿qué piensas hacer? —preguntó el Espíritu de la Vida.

—¿Que qué es lo que pienso hacer? —repitió ella indignada—. Pues obviamente me dispongo a esperar a mi marido. Si él hubiese llegado primero, me habría esperado durante años, y le partiría el corazón no encontrarme aquí cuando llegase. —Señaló con desdén la mágica visión de la colina y el valle en las estribaciones de las translúcidas montañas—: Le importaría un rábano todo eso —añadió— si no me encontrase a mí aquí.

—Pero ten en cuenta —le advirtió el Espíritu— que ahora estás eligiendo para la eternidad. Es un momento solemne.

—¡Eligiendo! —dijo ella con una media sonrisa triste—. ¿Aquí arriba todavía sigue vigente esa vieja falacia sobre la elección? Pensaba que precisamente sabrías a qué atenerte al respecto. ¿Qué puedo hacer? Él esperará encontrarme aquí cuando venga y jamás te creería si le dijeses que me he marchado con otra persona… Nunca, jamás.

—Sea pues —dijo el Espíritu—. Aquí, como en la tierra, uno tiene que elegir por sí mismo.

Ella se volvió hacia su alma gemela y le miró con afecto, casi con añoranza.

—Lo siento —dijo—. Me habría gustado volver a hablar contigo, pero sé que lo entenderás, y me atrevo a asegurar que encontrarás a alguien mucho más inteligente…

Y sin demorarse para escuchar su respuesta le dedicó un apresurado gesto de despedida y se volvió hacia el umbral.

—¿Llegará pronto mi marido? —le preguntó al Espíritu de la Vida.

—Eso no estás llamada a saberlo —replicó el Espíritu.

—No importa —dijo ella alegremente—. Tengo toda la eternidad para esperar.

Y sola, sentada en el umbral, aún espera escuchar, de un momento a otro, el chasquido de sus botas.

Edith Wharton (1862 - 1937) es una destacada escritora norteamericana que revolucionó la literatura del periodo al explorar la intimidad de la mujer y mostrarla como un personaje complejo por sus matices.

En este cuento se pueden apreciar los temas que le interesaba poner en discusión. Así, presenta un personaje femenino capaz de cuestionar la realidad, además de ejercer una dura crítica a la institución del matrimonio.

Una de las cosas más llamativas del relato es la metáfora de las habitaciones, pues el amor se plantea como el encuentro entre dos almas que logran alcanzar una conexión que resultaría imposible con los demás.

A pesar de esto, la historia termina con la aceptación del destino que eligió. Prefiere ceder a las convenciones y al compromiso. Su marido fue su compañero y depende de ella, por lo que decide esperarlo. De esta manera, en la vida eterna escoge la comodidad en vez de conocer la plenitud que le aguardaba. Con ello, Wharton postula una visión de las relaciones como una entrega hacia la costumbre, la conformidad y el deber.

7. Los ojos verdes - Gustavo Adolfo Bécquer

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

-Herido va el ciervo…, herido va… no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban… En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe… Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

-¡Alto!… ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.

-¡Imposible! ¿Y por qué?

-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos: la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?… ¿Lo ves?… Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame…, déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo… ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?

-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos… Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas… no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas…; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño…; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora…; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto…, sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos…

-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento.

Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

-¿La conoces?

-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.

-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.

-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.

-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:

-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!

III

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!… Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…

-O un demonio… ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

-Si lo fueses.:., te amaría…, te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca.

La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?… Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales…, y yo…, yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie… Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino…; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven…, ven.

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas… Ven, ven… Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven… y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso…, un beso…

Fernando dio un paso hacía ella…, otro…, y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve…, y vaciló…, y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) fue uno de los poetas más importantes del Posromanticismo en España. Además de sus famosas rimas, dentro de su obra destacan las leyendas que publicó entre 1858 y 1865.

En ellas, recurre a la tradición y a su imaginación. De este modo, todas las historias suceden en localidades españolas y hacen referencia al folclor, con elementos de tipo fantástico.

"Los ojos verdes" es una de sus relatos más famosos. Presenta la historia de un joven, que pecando de soberbia, se adentra en un lugar del bosque habitado por espíritus del mal.

Allí conoce a una mujer que habita en las aguas. Al observar sus profundos ojos verdes queda completamente enamorado y le es imposible continuar con su vida. Asi, en este cuento se hace alusión al amor tortuoso que consume al hombre. El joven es poseído por una pasión desbordada que le hace olvidar todos sus intereses y responsabilidades. Además, se añade un elemento característico de la literatura romántica: el personaje de la femme fatal que lleva al hombre a su autodestrucción.

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Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana. Diplomada en Teoría y Crítica de Cine. Profesora de talleres literarios y correctora de estilo.