9 cuentos largos para cautivar a los niños
Desde tiempos inmemoriales se han narrado historias dirigidas a los más pequeños, para que así puedan conocer el mundo que los rodea y aprender valiosas lecciones de vida.
A continuación se pueden encontrar nueve cuentos largos para niños. Son relatos de autores famosos que permiten entretener, educar y acercar la literatura en una etapa crucial de formación.
1. El príncipe feliz - Oscar Wilde
La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa.
—Es tan bonito como una veleta —comentaba uno de los regidores de la ciudad, a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos—; claro que en realidad no es tan práctico —agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.
—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz —le decía una madre afligida a su pequeño hijo, que lloraba porque quería tener la luna—. El Príncipe Feliz no llora por nada.
—Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz —murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.
—De verdad parece que fuese un ángel —comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, vestidos con brillantes capas rojas y albos delantalcitos.
—¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel? —les refutaba el profesor de matemáticas— ¿Cuándo han visto un ángel?
—Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! —le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.
Una noche llegó volando a la ciudad una pequeña golondrina. Sus compañeras habían partido para Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado atrás, porque estaba enamorada de un junco, el más hermoso de todos los juncos de la orilla del río. Lo encontró a comienzos de la primavera, cuando revoloteaba sobre el río detrás de una gran mariposa amarilla, y el talle esbelto del junco la cautivó de tal manera, que se detuvo para meterle conversación.
—¿Puedo amarte? —le preguntó la golondrina, a quien no le gustaba andarse con rodeos.
El junco le hizo una amplia reverencia.
La golondrina entonces revoloteó alrededor, rozando el agua con las alas y trazando surcos de plata en la superficie. Era su manera de demostrar su amor. Y así pasó todo el verano.
—Es un ridículo enamoramiento —comentaban las demás golondrinas—; ese junco es desoladoramente hueco, no tiene un centavo y su familia es terriblemente numerosa—. Efectivamente toda la ribera del río estaba cubierta de juncos.
A la llegada del otoño, las demás golondrinas emprendieron el vuelo, y entonces la enamorada del junco se sintió muy sola y comenzó a cansarse de su amante.
—No dice nunca nada —se dijo—, y debe ser bastante infiel, porque siempre coquetea con la brisa.
Y realmente, cada vez que corría un poco de viento, el junco realizaba sus más graciosas reverencias.
—Además es demasiado sedentario —pensó también la golondrina—; y a mí me gusta viajar. Por eso el que me quiera debería también amar los viajes.
—¿Vas a venirte conmigo? —le preguntó al fin un día. Pero el junco se negó con la cabeza, le tenía mucho apego a su hogar.
—¡Eso quiere decir que sólo has estado jugando con mis sentimientos! —se quejó la golondrina—. Yo me voy a las pirámides de Egipto. ¡Adiós!
Y diciendo esto, se echó a volar.
Voló durante todo el día y, cuando ya caía la noche, llegó hasta la ciudad.
—¿Dónde podré dormir? —se preguntó—. Espero que en esta ciudad hay algún albergue donde pueda pernoctar.
En ese mismo instante descubrió la estatua del Príncipe Feliz sobre su columna.
—Voy a refugiarme ahí —se dijo—. El lugar es bonito y bien ventilado.
Y así diciendo, se posó entre los pies del Príncipe Feliz.
—Tengo una alcoba de oro —se dijo suavemente la golondrina mirando alrededor.
En seguida se preparó para dormir. Mas cuando aún no ponía la cabecita debajo de su ala, le cayó encima un grueso goterón.
—¡Qué cosa más curiosa! —exclamó—. No hay ni una nube en el cielo, las estrellas relucen claras y brillantes, y sin embargo llueve. En realidad este clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le encantaba la lluvia, pero era de puro egoísta.
En ese mismo momento cayó otra gota.
—¿Pero para qué sirve este monumento si ni siquiera puede protegerme de la lluvia? —dijo—. Mejor voy a buscar una buena chimenea.
Y se preparó a levantar nuevamente el vuelo.
Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir las alas, una tercera gota le cayó encima, y al mirar hacia arriba la golondrina vio... ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy el Príncipe Feliz.
—Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado.
—Cuando yo vivía, tenía un corazón humano —contesto la estatua—, pero no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar.
—¿Cómo? —se preguntó para sí la golondrina—, ¿no es oro de ley?
Era un avecita muy bien educada y jamás hacia comentarios en voz alta sobre la gente.
—Allá abajo —siguió hablando la estatua con voz baja y musical—... allá abajo, en una callejuela, hay una casa miserable, pero una de sus ventanas está abierta y dentro de la habitación hay una mujer sentada detrás de la mesa. Tiene el rostro demacrado y lleno de arrugas, y sus manos, ásperas y rojas, están acribilladas de pinchazos, porque es costurera. En este momento está bordando flores de la pasión en un traje de seda que vestirá la más hermosa de las damas de la reina en el próximo baile del Palacio. En un rincón de la habitación, acostado en la cama, está su hijito enfermo. El niño tiene fiebre y pide naranjas. Pero la mujer sólo puede darle agua del río, y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina... ¡hazme un favor! Llévale a la mujer el rubí del puño de mi espada, ¿quieres? Yo no puedo moverme, ¿lo ves?... tengo los pies clavados en este pedestal.
—Los míos están esperándome en Egipto —contestó la golondrina—. Mis amigas ya deben estar revoloteando sobre el Nilo, y estarán charlando con los grandes lotos nubios. Y pronto irán a dormir a la tumba del gran Rey, donde se encuentra el propio faraón, en su ataúd pintado, envuelto en vendas amarillas, y embalsamado con especias olorosas. Alrededor del cuello lleva una cadena de jade verde, y sus manos son como hojas secas.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿por qué no te quedas una noche conmigo y eres mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed, y su madre, la costurera, está tan triste!
—Es que no me gustan mucho los niños —contesto— la golondrina—. El verano pasado, cuando estábamos viviendo a orillas del río, había dos muchachos, hijos del molinero, y eran tan mal educados que no se cansaban de tirarme piedras. ¡Claro que no acertaban nunca! Las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo pertenezco a una familia célebre por su rapidez; pero, de todas maneras, era una impertinencia y una grosería.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que finalmente la golondrina se enterneció.
—Ya está haciendo mucho frío —dijo—, pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera.
—Gracias, golondrinita —dijo el Príncipe.
La golondrina arrancó entonces el gran rubí de la espada del Príncipe y, teniéndolo en el pico, voló por sobre los tejados. Pasó junto a la torre de la catedral, que tenía ángeles de mármol blanco. Pasó junto al Palacio, donde se oía música de baile y una hermosa muchacha salió al balcón con su pretendiente.
—¡Qué lindas son las estrellas —dijo el novio— y qué maravilloso es el poder del amor!
—Ojalá que mi traje esté listo para el baile de gala —contestó ella—. Mandé a bordar en la tela unas flores de la pasión. ¡Pero las costureras son tan flojas!
La golondrina voló sobre el río y vio las lámparas colgadas en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el barrio de los judíos, donde vio a los viejos mercaderes hacer sus negocios y pesar monedas de oro en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa, y se asomó por la ventana. El niño, en su cama, se agitaba de fiebre, y la madre se había dormido de cansancio. Entonces, la golondrina entró a la habitación y dejó el enorme rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costurera. Después revoloteó dulcemente alrededor del niño enfermo, abanicándole la frente con las alas.
—¡Qué brisa tan deliciosa! —murmuró el niño—. Debo estar mejor.
Y se quedó dormido deslizándose en un sueño maravilloso.
Entonces la golondrina volvió hasta donde el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
—¡Qué raro! —agrego—, pero ahora casi tengo calor; y sin embargo la verdad es que hace muchísimo frío.
—Es porque has hecho una obra de amor —le explicó el Príncipe.
La golondrina se puso a pensar en esas palabras y pronto se quedó dormida. Siempre que pensaba mucho se quedaba dormida.
Al amanecer voló hacia el río para bañarse.
—¡Qué fenómeno extraordinario! —exclamó un profesor de ornitología que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en pleno invierno!
Y escribió sobre el asunto una larga carta al periódico de la ciudad. Todo el mundo habló del comentario, tal vez porque contenía muchas palabras que no se entendían.
—Esta noche partiré para Egipto —se decía la golondrina y la idea la hacía sentirse muy contenta.
Luego visitó todos los monumentos públicos de la ciudad y descansó largo rato en el campanario de la iglesia. Los gorriones que la veían pasar comentaban entre ellos: “¡Qué extranjera tan distinguida!“. Cosa que a la golondrina la hacía feliz.
Cuando salió la luna volvió donde estaba a la estatua del Príncipe.
—¿Tienes algunos encargos que darme para Egipto? —le gritó—. Voy a partir ahora.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarías conmigo una noche más?
—Los míos me están esperando en Egipto —contesto la golondrina—. Mañana, mis amigas van a volar seguramente hasta la segunda catarata del Nilo. Allí, entre las cañas, duerme el hipopótamo, y sobre una gran roca de granito se levanta el Dios Memnón. Durante todas las noches, él mira las estrellas toda la noche, y cuando brilla el lucero de la mañana, lanza un grito de alegría. Después se queda en silencio. Al mediodía, los leones bajan a beber a la orilla del río. Tienen los ojos verdes, y sus rugidos son más fuertes que el ruido de la catarata.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, allá abajo justo al otro lado de la ciudad, hay un muchacho en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y a su derecha, en un vaso, unas violetas están marchitándose. Tiene el pelo largo, castaño y rizado, y sus labios son rojos como granos de granada, y tiene los ojos anchos y soñadores. Está empeñado en terminar de escribir una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío. No hay fuego en la chimenea y el hambre lo tiene extenuado.
—Bueno, me quedaré otra noche aquí contigo —dijo la golondrina que de verdad tenía buen corazón—. ¿Hay que llevarle otro rubí?
—¡Ay, no tengo más rubíes! —se lamentó el Príncipe—. Sin embargo aún me quedan mis ojos. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, comprará pan y leña y podrá terminar de escribir su obra.
—Pero mi Príncipe querido —dijo la golondrina—, eso yo no lo puedo hacer.
Y se puso a llorar.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, por favor, haz lo que te pido.
Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y voló hasta la buhardilla del escritor. No era difícil entrar allí, porque había un agujero en el techo y por ahí entró la golondrina como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no sintió el rumor de las alas, y cuando al fin levantó los ojos, vio el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.
—¿Será que el público comienza a reconocerme? —se dijo— Porque esta piedra preciosa ha de habérmela enviado algún rico admirador. ¡Ahora podré acabar mi obra!
Y se le notaba muy contento.
Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto, se posó sobre el mástil de una gran nave y se entretuvo mirando los marineros que izaban con maromas unas enormes cajas de la sentina del barco.
—¡Me voy a Egipto! —les gritó la golondrina. Pero nadie le hizo caso.
Al salir la luna, la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz.
—Vengo a decirte adiós—le dijo.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le dijo el Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo otra noche?
—Ya es pleno invierno —respondió la golondrina—, y muy pronto caerá la nieve helada. En Egipto, en cambio, el sol calienta las palmeras verdes y los cocodrilos, medio hundidos en el fango, miran indolentes alrededor. Por estos días mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbeck, y las palomas rosadas y blancas las miran mientras se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré de Egipto dos piedras bellísimas para reemplazar las que regalaste. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el mar profundo.
—Allá abajo en la plaza —dijo el Príncipe Feliz—, hay una niñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dinero a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará.
—Pasaré otra noche contigo —dijo la golondrina—, pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego.
—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, haz lo que te pido, te lo suplico.
La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos.
—¡Qué bonito pedazo de vidrio! —exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.
Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe.
—Ahora que estás ciego —le dijo—, voy a quedarme a tu lado para siempre.
—No, golondrinita —dijo el pobre Príncipe—. Ahora tienes que irte a Egipto.
—Me quedaré a tu lado para siempre —repitió la golondrina, durmiéndose entre los pies de la estatua.
Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones.
Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.
—Querida golondrina —dijo el Príncipe—, me cuentas cosas maravillosas, pero es más maravilloso todavía lo que pueden sufrir los hombres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela sobre mi ciudad, y vuelve a contarme todo lo que veas.
Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos que se regocijaban en sus soberbios palacios, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías, y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles oscuras.
Bajo los arcos de un puente había dos muchachos acurrucados, uno en los brazos del otro para darse calor.
—¡Qué hambre tenemos! —decían.
—¡Fuera de ahí! les gritó un guardia, y los muchachos tuvieron que levantarse, y alejarse caminando bajo la lluvia.
Entonces la golondrina volvió donde el Príncipe, y le contó lo que había visto.
—Mi estatua esta recubierta de oro fino —le indicó el Príncipe—; sácalo lámina por lámina, y llévaselo a los pobres. Los hombres siempre creen que el oro podrá darles la felicidad.
Así, lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro. Y lámina a lámina fue distribuyendo el oro fino entre los pobres, y los rostros de algunos niños se pusieron sonrosados, y riendo jugaron por las calles de la ciudad.
—¡Ya, ahora tenemos pan! —gritaban.
Llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles brillaban de escarcha y parecían ríos de plata. Los carámbanos, como puñales, colgaban de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el río.
La pequeña golondrina tenía cada vez más frío pero no quería abandonar al Príncipe, lo quería demasiado. Vivía de las migajas del panadero, y trataba de abrigarse batiendo sus alitas sin cesar.
Una tarde comprendió que iba a morir, pero aún encontró fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.
—¡Adiós, mi querido Príncipe! —le murmuró al oído—. ¿Me dejas que te bese la mano?
—Me alegro que por fin te vayas a Egipto, golondrinita —le dijo el Príncipe—. Has pasado aquí demasiado tiempo. Pero no me beses en la mano, bésame en los labios porque te quiero mucho.
—No es a Egipto donde voy —repuso la golondrina—. Voy a la casa de la muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?
El avecita besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies. En ese mismo instante se escuchó un crujido ronco en el interior de la estatua, fue un ruido singular como si algo se hubiese hecho trizas. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente hacía un frío terrible.
A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plaza con algunos de los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna levantó los ojos para admirar la estatua.
—¡Pero qué es esto! —dijo— ¡El Príncipe Feliz parece ahora un desharrapado!
—¡Completamente desharrapado! —reiteraron los regidores; y subieron todos a examinarlo.
—El rubí de la espada se le ha caído, los ojos desaparecieron y ya no es dorado —dijo el alcalde—. En una palabra se ha transformado en un verdadero mendigo.
—¡Un verdadero mendigo! —repitieron los regidores.
—Y hay un pájaro muerto entre sus pies —siguió el alcalde—. Será necesario promulgar un decreto municipal que prohiba a los pájaros venirse a morir aquí.
El secretario municipal tomó nota dejando constancia de la idea.
Entonces mandaron a derribar la estatua del Príncipe Feliz.
—Como ya no es hermoso, no sirve para nada —explicó el profesor de Estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió al Municipio para decidir que harían con el metal.
—Podemos —propuso— hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
—Claro, la mía —dijeron los regidores cada uno a su vez.
Y se pusieron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían discutiendo.
—¡Qué cosa más rara! —dijo el encargado de la fundición—. Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura.
Y lo tiraron al basurero donde también yacía el cuerpo de la golondrina muerta.
—Tráeme las dos cosas más hermosas que encuentres en esa ciudad —dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
—Has elegido bien —sonrió Dios—. Porque en mi jardín del Paraíso esta avecilla cantará eternamente, y el Príncipe Feliz me alabará para siempre en mi Aurea Ciudad.
Oscar Wilde (1854 - 1900) fue uno de los autores más destacados en la Inglaterra victoriana. Aunque es reconocido por obras en las que predomina la crítica social y la ironía, también fue un popular escritor de relatos infantiles.
En 1888 publicó El príncipe feliz y otros cuentos, un conjunto de historias de su autoría en las que buscaba entretener y entregar valores a los más pequeños.
Esta narración busca enseñar sobre la importancia de la ayuda al prójimo. La estatua del príncipe era admirada por su belleza y prestancia, pero lo que él realmente buscaba era mejorar las condiciones de vida de su gente. Gracias a la golondrina, logró su cometido. Si bien al final de la narración el sacrificio no fue valorado por las personas, sí tuvo una recompensa divina.
2. Piel de asno - Charles Perrault
Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia.
La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y luises * de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.
Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males, el cielo permitió que la reina fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.
La desolación fue general. El rey, sensible y enamorado a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacía encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.
La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:
-Permíteme, antes de morir, que te exija una cosa, si quisieras volver a casarte...
A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó las manos de su mujer, las bañó de lágrimas, y asegurándole que estaba de más hablarle de un segundo matrimonio:
-No, no -dijo por fin- mi amada reina, háblame más bien de seguirte.
-El Estado -repuso la reina con una firmeza que aumentaba las lamentaciones de este príncipe-, el Estado que exige sucesores ya que sólo te he dado una hija, debe apremiarte para que tengas hijos que se te parezcan; mas te ruego, por todo el amor que me has tenido, no ceder a los apremios de tus súbditos sino hasta que encuentres una princesa más bella y mejor que yo. Quiero tu promesa, y entonces moriré contenta.
Es de presumir que la reina, que no carecía de amor propio, había exigido esta promesa convencida de que nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue su única ocupación.
Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.
Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta esposa, pensando que aquello era imposible.
Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infanta tenía todas las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría.
Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna.
Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su promesa.
La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara a cometer un crimen semejante.
El rey, que estaba empecinado con este descabellado proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su hija.
El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.
La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le indicaría.
-Porque, mi amada niña -le dijo- sería una falta muy grave casarte con tu padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, puedes evitarlo: dile que para satisfacer un capricho que tienes, es preciso que te regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su poder, podrá lograrlo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la mañana siguiente le dijo al rey su padre lo que el hada le había aconsejado y reiteró que no obtendrían de ella consentimiento alguno hasta tener el vestido color del tiempo.
El rey, encantado con la esperanza que ella le daba, reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la condición de que si no eran capaces de realizarlo los haría ahorcar a todos.
No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no es de un azul más bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este hermoso vestido al ser desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y no sabía cómo salir del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a la madrina quien, asombrada porque su secreto no había dado resultado, le dijo que tratara de pedir otro vestido del color de la luna.
El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.
El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:
-O me equivoco mucho, o creo que si pides un vestido color del sol lograremos desalentar al rey tu padre, pues jamás podrán llegar a confeccionar un vestido así.
La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y rubíes de su corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol. Fue así que cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se había visto algo tan hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió confundida; y con el pretexto de que a la vista del traje le habían dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido color del sol, se puso roja de ira.
-¡Oh!, como último recurso, hija mía, -le dijo a la princesa- vamos a someter al indigno amor de tu padre a una terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le haces el pedido que te aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Ve, y no dejes de decirle que deseas esa piel.
La princesa, encantada de encontrar una nueva manera de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de tener la piel de aquel bello animal.
Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo de esquivar su desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su madrina acudió.
-¿Qué haces, hija mía? -dijo, viendo a la princesa arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas mejillas-. Este es el momento más hermoso de tu vida. Cúbrete con esta piel, sal del palacio y parte hasta donde la tierra pueda llevarte: cuando se sacrifica todo a la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Parte! Yo me encargo de que todo tu tocador y tu guardarropa te sigan a todas partes; dondequiera que te detenga, tu cofre conteniendo vestidos, alhajas, seguirá tus pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, que te doy: al golpear con ella el suelo cuando necesites tu cofre, éste aparecerá ante tus ojos. Mas, apresúrate en partir, no tardes más.
La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la horrible piel luego de haberse refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la reconociera.
La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey, que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba desesperado e inconsolable. Hizo salir a más de cien guardias y más de mil mosqueteros en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la hacía invisible a los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse.
Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos, muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaba un trabajo. Pero, aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan mugrienta qué nadie la tomaba.
Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia; le propuso entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan cansada estaba de todo lo que había caminado.
La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel de asno.
Al fin se acostumbraron; además, ella ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo sus bellas manos.
Un día estaba sentada junto a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición. Se le ocurrió mirarse: la horrible piel de asno que constituía su peinado y su ropaje, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las manos, las que quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.
La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel para volver a la granja. Felizmente , el día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su apariencia, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al apodo con que la nombraban en la granja.
Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía esta granja, hizo allí un alto para descansar al volver de caza. El príncipe era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su padre y de la reina su madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los gallineros y todos los rincones.
Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por la curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar el respeto que le inspirara esta persona maravillosa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.
El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se dio cuenta de que estas gentes rudas no sabían nada más y que era inútil hacerles más preguntas. Volvió al palacio del rey su padre, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de hacerlo la próxima vez.
Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe. Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba que no se dejara morir, puesto que de su vida dependía la de sus padres. La reina terminó este conmovedor discurso no sin antes derramar un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo.
-Señora -le dijo por fin el príncipe, con una voz muy débil- no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte durante mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En cuanto a las princesas que me ofreces; aún no he pensado en casarme; y bien sabes que, sumiso como soy a sus voluntades, los obedeceré siempre, a cualquier precio.
-¡Ah!, hijo mío -repuso la reina- ningún precio es muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad que te será acordado.
-¡Pues bien!, señora -dijo él- si tengo que descubrirte mi pensamiento, te obedeceré. Me sentiría un criminal si pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha, me la traigan.
La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno.
-Es, señora -replicó uno de sus oficiales que por casualidad había visto a esa niña-, la sabandija más vil después del lobo; una mugrienta que vive en la granja de usted y que cuida sus pavos.
-No importa -dijo la reina-, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se trata, le haga ahora mismo una torta.
Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe.
Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había mirado a aquel príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no había podido olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros.
Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de plata brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan apetecida: usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras trabajaba, ya fuera adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en el dedo cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta estuvo cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial, a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta.
El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre y se la comió con tal avidez que los médicos presentes no dejaron de pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos, pero se lo sacó diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la torta se calmó, al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en el más hermoso dedito del mundo.
Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no se atrevía a creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta, que le permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se desesperaba.
-Hijo mío, hijo querido -exclamó el monarca afligido- nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de sus días, les dijo:
-Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza que les disguste. Y en prueba de esta verdad -añadió, sacando la esmeralda que escondía bajo la cabecera- me casaré con aquella a quien le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo sea una campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar por los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero del trono.
Las princesas acudieron primero, luego las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo probar el anillo.
Al fin les tocó el turno a las camareras, que no tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese ensayado infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron pasar el anillo más allá de la una.
-¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? -preguntó el príncipe.
Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva.
-¡Que la traigan en el acto! -dijo el rey-. No se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa, que había escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno, abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien, sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo:
-¿Eres tú la que habita al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja?
-Sí, su señoría -respondió ella.
-Muéstrame tu mano -dijo él temblando y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta apareció de una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía estaba débil, se puso a sus pies y le estrechó las rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba, sin embargo, a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la infanta.
El rey y la reina, encantados al saber que Piel de Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los preparativos apropiados a este augusto matrimonio.
El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había declarado que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento del rey su padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación, sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba todo, como era natural, lo había exigido a causa de las consecuencias.
Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y magnífico de los ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente, había olvidado su amor descarriado y contraído nupcias con una viuda muy hermosa que no le había dado hijos.
La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en el acto y la abrazó con una gran ternura, antes de que ella tuviera tiempo de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda pompa imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias, sólo tenían ojos para ellos mismos.
El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a la resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer.
Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no hubieran muerto cien años después.
Charles Perrault (1628 - 1703) fue un reconocido miembro de la corte francesa de Luis XIV y el primer escritor que decidió recopilar cuentos de la tradición oral para adaptarlos al gusto de la época.
En aquel periodo se popularizó la costumbre de relatar historias en las reuniones de la alta sociedad. De este modo, Perrault encontró el mercado perfecto para los relatos clásicos que circulaban en el imaginario colectivo desde la Edad Media.
Así, le dio forma definitiva a clásicos como "La cenicienta", "La caperucita roja", "La bella durmiente" y "El gato con botas". Además, decidió suavizar los cuentos, eliminando aspectos demasiado violentos y darles un enfoque moralizante. Se trataba de que cada narración enseñara una lección valiosa.
Sin embargo, las historias que aparecieron publicadas en 1697 distan mucho de las que conocemos hoy, ya que estaban enfocadas a un público adulto. Con los años comenzaron a funcionar como fábulas para niños, por lo que algunos aspectos fueron modificados.
"Piel de asno" es un relato que rescata la importancia de la virtud y la paciencia. La princesa fue capaz de soportar todas las dificultades con entereza y, gracias a ello, logró encontrar la felicidad.
Puedes revisar aquí Cuentos de princesas para encantar a los niños
3. El ruiseñor - Hans Christian Andersen
En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigan, antes de que la historia se haya olvidado.
El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos.
-¡Dios santo, y qué hermoso! -exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía-: ¡Dios santo, y qué hermoso!
De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban:
-¡Esto es lo mejor de todo!
De regreso a sus tierras los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago.
Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro.
«¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!»
Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «¡P!». Y esto no significa nada.
-Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho?
-Es la primera vez que oigo hablar de él -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte.
-Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.
-Es la primera vez que oigo hablar de él -repitió el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré.
¿Encontrarlo?, ¿dónde? El dignatario se cansó de subir y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fábulas que suelen imprimirse en los libros.
-Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y una cosa que llaman magia negra.
-Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón -replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a mi presencia para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar.
-¡Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte.
Finalmente dieron en la cocina con una pobre muchachita que exclamó:
-¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y cuando estoy de regreso me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura.
-Pequeña fregaplatos -dijo el mayordomo-, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.
Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir.
-¡Oh! -exclamaron los cortesanos-. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.
-No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona Aún tenemos que andar mucho.
Luego oyeron las ranas croando en una charca.
-¡Magnífico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.
-No, eso son ranas -contestó la muchacha-. Pero creo que no tardaremos en oírlo.
Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar.
-¡Es él! -dijo la niña-. ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! -y señaló un avecilla gris posada en una rama.
-¿Es posible? -dijo el mayordomo-. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.
-Mi pequeño ruiseñor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia.
-¡Con mucho gusto! – respondió el pájaro, y reanudó su canto que daba gloria oírlo.
-¡Parecen campanitas de cristal! -observó el mayordomo.
-¡Miren cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en la Corte.
-¿Quieren que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pájaro, pues creía que el Emperador estaba allí.
-Mi pequeño y excelente ruiseñor -dijo el mayordomo- tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad.
-Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso.
En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas, con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire que las campanillas no cesaban de sonar y uno no oía ni su propia voz.
En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar.
El ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.
-He visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mí el mejor premio. Las lágrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudó su canto con su dulce y melodiosa voz.
-¡Es la lisonja más amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creían que también ellas podían ser ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y las camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente el ruiseñor causó sensación.
Se quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones.
La ciudad entera hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui» y respondiendo el otro: «Señor»; luego exhalaban un suspiro, indicando que se habían comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una nota.
Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor».
-He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro -exclamó el Emperador. Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor artificial, imitación del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo él un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China».
-¡Soberbio! -exclamaron todos, y el emisario que había traído el ave artificial recibió inmediatamente el título de Gran Portador Imperial de Ruiseñores.
-Ahora van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán!
Y los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a su manera y el artificial iba con cuerda.
-No se le puede reprochar -dijo el Director de la Orquesta Imperial-; mantiene el compás exactamente y sigue mi método al pie de la letra.
En adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar solo. Obtuvo tanto éxito como el otro; además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y broches.
Repitió treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse, y los cortesanos querían volver a oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el ruiseñor verdadero debía cantar algo. Pero, ¿dónde se había metido? Nadie se había dado cuenta de que, saliendo por la ventana abierta, había vuelto a su verde bosque.
-¿Qué significa esto? -preguntó el Emperador. Y todos los cortesanos se deshicieron en reproches e improperios, tachando al pájaro de desagradecido-. Por suerte nos queda el mejor -dijeron, y el ave mecánica hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigésimo cuarta vez la misma canción; pero como era muy difícil no había modo de que los oyentes se la aprendieran. El Director de la Orquesta Imperial se hacía lenguas del arte del pájaro, asegurando que era muy superior al verdadero, no sólo en lo relativo al plumaje y la cantidad de diamantes, sino también interiormente.
-Pues fíjense Vuestras Señorías, y especialmente Su Majestad, que con el ruiseñor de carne y hueso nunca se puede saber qué es lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. En él todo tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto cómo obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las ruedas, cómo se mueven, cómo una se engrana con la otra.
-Eso pensamos todos -dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial fue autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo-. Todos deben oírlo cantar -dijo el Emperador; y así se hizo, y quedó la gente tan satisfecha como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y levantando el dedo índice se inclinaron profundamente. Mas los pobres pescadores que habían oído al ruiseñor auténtico, dijeron:
-No está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué…
El ruiseñor de verdad fue desterrado del país.
El pájaro mecánico estuvo en adelante junto a la cama del Emperador, sobre una almohada de seda; todos los regalos con que había sido obsequiado -oro y piedras preciosas- estaban dispuestos a su alrededor, y se le había conferido el título de Primer Cantor de Cabecera Imperial, con categoría de número uno al lado izquierdo. Pues el Emperador consideraba que este lado era el más noble, por ser el del corazón, que hasta los emperadores tienen a la izquierda. Y el Director de la Orquesta Imperial escribió una obra de veinticinco tomos sobre el pájaro mecánico; tan larga y erudita, tan llena de las más difíciles palabras chinas, que todo el mundo afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían pasado por tontos y recibido patadas en el estómago.
Así transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los demás chinos se sabían de memoria el trino de canto del ave mecánica, y precisamente por eso les gustaba más que nunca; podían imitarlo y lo hacían. Los golfillos de la calle cantaban: «¡tsitsii, cluclucluk!», y hasta el Emperador hacía coro. Era de veras divertido.
Pero he aquí que una noche, estando el pájaro en pleno canto, el Emperador, que estaba ya acostado, oyó de pronto un «¡crac!» en el interior del mecanismo; algo había saltado. «¡Schnurrrr!», se escapó la cuerda, y la música cesó.
El Emperador saltó de la cama y mandó llamar a su médico de cabecera; pero, ¿qué podía hacer el hombre? Entonces fue llamado el relojero, quien tras largos discursos y manipulaciones arregló un poco el ave; pero manifestó que debían andarse con mucho cuidado con ella y no hacerla trabajar demasiado, pues los pernos estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el funcionamiento de la música. ¡Qué desolación! Desde entonces sólo se pudo hacer cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era una imprudencia; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un breve discurso, empleando aquellas palabras tan intrincadas, diciendo que el ave cantaba tan bien como antes, y no hay que decir que todo el mundo se manifestaba de acuerdo.
Pasaron cinco años, cuando he aquí que una gran desgracia cayó sobre el país. Los chinos querían mucho a su Emperador, el cual estaba ahora enfermo de muerte. Ya había sido elegido su sucesor, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el estado del anciano monarca.
-¡P! -respondía éste, sacudiendo la cabeza.
Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte lo creía ya muerto y cada cual se apresuraba a ofrecer sus respetos al nuevo soberano. Los camareros de palacio salían precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras se reunieron en un té muy concurrido. En todos los salones y corredores habían tendido paños para que no se oyera el paso de nadie, y así reinaba un gran silencio.
Pero el Emperador no había expirado aún; permanecía rígido y pálido en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se abría en lo alto de la pared, la luna enviaba sus rayos que iluminaban al Emperador y al pájaro mecánico.
El pobre Emperador jadeaba con gran dificultad; era como si alguien se le hubiera sentado sobre el pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona de oro en la cabeza y sostenía en una mano el dorado sable imperial, y en la otra, su magnífico estandarte. En torno, por los pliegues de los cortinajes asomaban extravías cabezas, algunas horriblemente feas, otras de expresión dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo miraban en aquellos momentos en que la muerte se había sentado sobre su corazón.
-¿Te acuerdas de tal cosa? -murmuraban una tras otra-. ¿Y de tal otra? -Y le recordaban tantas, que al pobre le manaba el sudor de la frente.
-¡Yo no lo sabía! -se excusaba el Emperador-. ¡Música, música! ¡Que suene el gran tambor chino -gritó- para no oír todo eso que dicen!
Pero las cabezas seguían hablando y la Muerte asentía con la cabeza, al modo chino, a todo lo que decían.
-¡Música, música! -gritaba el Emperador-. ¡Oh tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colgué del cuello mi chinela dorada. ¡Canta, canta ya!
Mas el pájaro seguía mudo, pues no había nadie para darle cuerda, y la Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes órbitas vacías; y el silencio era lúgubre.
De pronto resonó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, posado en una rama. Enterado de la desesperada situación del Emperador, había acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y se esfumaban aquellos fantasmas, la sangre afluía con más fuerza a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte prestó oídos y dijo:
-Sigue, lindo ruiseñor, sigue.
-Sí, pero, ¿me darás el magnífico sable de oro? ¿Me darás la rica bandera? ¿Me darás la corona imperial?
Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de otras tantas canciones, y el ruiseñor siguió cantando, cantando del silencioso camposanto donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su aroma y donde la hierba lozana es humedecida por las lágrimas de los supervivientes. La Muerte sintió entonces nostalgia de su jardín y salió por la ventana, flotando como una niebla blanca y fría.
-¡Gracias, gracias! -dijo el Emperador-. ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi reino; sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos espíritus, has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte?
-Ya me has recompensado -dijo el ruiseñor-. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que contentan al corazón de un cantor. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré cantando.
Así lo hizo, y el Soberano quedó sumido en un dulce sueño; ¡qué sueño tan dulce y tan reparador!
El sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte. Ninguno de sus criados había vuelto aún, pues todos lo creían muerto. Sólo el ruiseñor seguía cantando en la rama.
-¡Nunca te separarás de mi lado! -le dijo el Emperador-. Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en mil pedazos.
-No lo hagas -suplicó el ruiseñor-. Él cumplió su misión mientras pudo; guárdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando se me ocurra; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. Tu pajarillo cantor debe volar a lo lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hacia todos los que residen apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu corazón a tu corona… aunque la corona exhala cierto olor a cosa santa. Volveré a cantar para ti. Pero debes prometerme una cosa.
-¡Lo que quieras! -dijo el Emperador, incorporándose en su ropaje imperial, que ya se había puesto, y oprimiendo contra su corazón el pesado sable de oro.
-Una cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas. ¡Saldrás ganando!
Y se echó a volar.
Entraron los criados a ver a su difunto Emperador. Entraron, sí, y el Emperador les dijo: ¡Buenos días!
El escritor danés Hans Christian Andersen (1805 - 1875) es uno de los autores de narrativa infantil más famosos de la historia. Es quien instauró clásicos como "El patito feo", "La vendedora de cerillas" y "La reina de las nieves". Sus cuentos han sido traducidos a más de 125 idiomas y han inspirado un sinfín de producciones como ballets, obras de teatro y películas.
Llegó a escribir 168 cuentos, basados en tradiciones populares, en la mitología griega y experiencias personales. En su obra, reinaba la fantasía, ya que le dio vida humana a animales y objetos, así como presentó seres fantásticos y héroes improbables.
"El ruiseñor" es un cuento que se basa en el atractivo de lo exótico al mostrar como protagonista a un emperador chino. Así, se presenta un hombre que vive ajeno a la realidad de lo que sucede en su propio reino y al que todos intentan consentir. De este modo, su relación con el ruiseñor es la primera signada por la honestidad y la verdadera amistad.
4. El Zar Saltán - Aleksandr Pushkin
Hace mucho tiempo, en un reino lejano, tres hermanas hablaban en su patio, imaginando lo que harían si estuvieran casadas con el zar Saltán. Una dijo que prepararía una gran fiesta. La siguiente, dijo que tejería lino para todo el mundo. La tercera dijo que le daría al zar un heredero sin comparación, guapo y valiente.
Dio la casualidad de que el zar, que estaba justo fuera de la valla, escuchó la conversación. Al oír las palabras de la última doncella, se enamoró y le pidió que fuera su esposa. Se casaron esa misma noche y concibieron un hijo. A las otras hermanas les dio trabajo como cocinera y tejedora.
Meses después, el zar fue a la guerra y tuvo que separarse de su amada esposa. Mientras estaba luchando, su esposa, la zarina, dio a luz a su hijo.
Se envió un jinete al zar para transmitir las buenas noticias. Sin embargo, las dos hermanas y una anciana malvada, llamada Babarija, estaban tan celosas de la suerte de su hermana que secuestraron al jinete y lo reemplazaron con su otro mensajero, que llevaba una nota distinta al zar:Su esposa, la zarina, no ha parido ni un hijo ni una hija, ni un ratón ni una rana, sino a una pequeña criatura desconocida.
Cuando leyó este mensaje, el zar estaba mortificado y envió otra carta diciéndole a su esposa que esperara su regreso, antes de tomar cualquier decisión. Las intrigantes hermanas se encontraron con el jinete en el camino de regreso, lo emborracharon y reemplazaron la carta real del zar por una falsa, que ordenaba que la zarina y su bebé fueran metidos en un barril y arrojados al mar.
Por supuesto, no había forma de desobedecer una orden del zar, por lo que los guardias del palacio metieron a la zarina y a su hijo en el barril y lo arrojaron al agua. Mientras la zarina lloraba adentro, su hijo se hacía más fuerte, tanto así que creció en cuestión de minutos. Le rogó a las olas que los arrastraran a tierra firme. Las olas obedecieron y ambos naufragaron en una isla desierta.
Como estaban hambrientos, el hijo se hizo un arco y una flecha con las ramas de un árbol, y se fue de caza. Cerca del mar, oyó un chillido y vio a un pobre cisne luchando contra un enorme halcón negro. Justo cuando el halcón estaba a punto de enterrar su pico en el cuello del cisne, el joven disparó una flecha, matando al halcón y derramando la sangre del pájaro en el mar. El cisne blanco nadó hacia el muchacho, le agradeció y dijo:
—No mataste a un halcón en absoluto, sino a un mago malvado. Por salvarme la vida, te serviré para siempre.
El hijo regresó con su madre y le contó su aventura, y los dos se quedaron profundamente dormidos, a pesar de que todavía tenían hambre y sed. A la mañana siguiente se despertaron y vieron una ciudad maravillosa, donde antes no había habido nada. Ambos se maravillaron por las cúpulas doradas de los monasterios e iglesias, tras las paredes blancas de la ciudad.
—¡Mira, mira todo lo que ha hecho el cisne! —gritó el muchacho. Entraron a la ciudad, una multitud de personas los saludó y coronó al joven como príncipe, llamándolo Príncipe Gvidón.
Un día, un barco mercante navegaba cerca de la isla cuando sus marineros vislumbraron la increíble ciudad amurallada. Los cañones de la ciudad le indicaron a la nave que desembarcara. El príncipe Gvidon les dio la bienvenida y les ofreció comida y bebida. Preguntó qué tenían en venta y hacia dónde iban.
—Nuestro comercio es de pieles —dijeron— y nos dirigimos más allá de la isla de Buyán, al reino del zar Saltán.
Gvidon pidió a los marineros mercantes que transmitieran sus respetos al zar, a pesar de que su madre ya le había contado sobre la nota que había ocasionado su expulsión del reino del emperador. Aún así, el Príncipe Gvidón pensó de la mejor manera y nunca creyó que su padre fuera capaz de tal infamia.
Mientras los marineros mercantes se preparaban para abandonar la isla, el muchacho se entristeció al pensar en su padre.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan triste? —preguntó el cisne.
—Deseo ver a mi padre, el zar —respondió Gvidon.
Entonces, con un chorro de agua, el cisne convirtió al príncipe en un pequeño mosquito para que se pudiera esconder en una grieta del mástil del barco, que ya iba en camino para ver al zar.
Cuando el navío llegó al reino de Saltán, el zar saludó a los marineros mercantes y les pidió que le contaran sobre las tierras que habían visto. Los marineros le contaron sobre la isla y la ciudad amurallada, y hablaron del hospitalario Príncipe Gvidón. Aunque él no sabía que este príncipe Gvidón era su hijo, expresó su deseo de ver aquella hermosa ciudad.
Sin embargo, las dos hermanas y la vieja Barbarija no querían dejarlo ir, y actuaron como si no hubiera nada de asombro en la historia de los marineros.
—Lo que es realmente sorprendente —le dijeron— es una ardilla que se sienta debajo de un abeto y parte nueces doradas que contienen granos de esmeralda pura y canta una canción. ¡Eso es sí algo extraordinario!
Al escuchar esto, el mosquito se enojó y picó el ojo derecho de la anciana.
Después de volar de regreso a la isla, Gvidon le contó al cisne la historia que escuchó sobre la ardilla milagros. Entonces entró en su patio ¡y se encontró con la ardilla que cantaba, sentada bajo un abeto, partiendo nueces doradas! El príncipe se regocijó por esto y ordenó que se construyera una casa de cristal para el animalito. Puso un guardia en la puerta como vigía y ordenó a un escriba que registrara cada una de las nueces. ¡Riqueza para el príncipe, honor para la ardilla!
Algún tiempo después, un segundo barco llegó a la isla de camino a ver al zar y el príncipe le dijo al cisne que deseaba ver a su padre de nuevo. Esta vez, el cisne lo convirtió en una mosca para que pudiera esconderse en una grieta del barco.
Al llegar al reino, los marineros le contaron al zar Saltán sobre la ardilla maravillosa que habían visto. Una vez más, Saltán quiso visitar esta legendaria ciudad; no obstante, apenas se habló de ella cuando las dos hermanas y Barbarija ridiculizaron la historia de los marineros, hablándole a Su Majestad de una maravilla mayor: de treinta y tres hermosos caballeros jóvenes, liderados por el viejo Chernomor, que surgían del mar embravecido.
La mosca, Gvidon, se enojó bastante con las mujeres y picó el ojo izquierdo de Babarija antes de volar de regreso a la isla.
Una vez en casa, le contó al cisne sobre el viejo Chernomor y los treinta y tres caballeros, y se lamentó porque nunca había visto semejante maravilla.
—Estos caballeros son de las aguas que conozco —dijo el cisne—. No estés triste, porque son mis hermanos y vendrán a ayudarte.
Más tarde, el príncipe regresó, subió a la torre de su palacio y miró al mar. De repente, una ola gigante se elevó sobre la orilla, y cuando retrocedió, treinta y tres caballeros con armadura, liderados por el viejo Chernomor, emergieron, listos para servir al Príncipe Gvidón. Ante él prometieron que saldrían del mar cada día para proteger la ciudad.
Meses más adelante, un tercer barco llegó a la isla. Fiel a su hospitalidad habitual, el príncipe hizo que los marineros se sintieran bienvenidos y les pidió que le enviaran sus respetos al zar. Mientras los hombres se preparaban para su viaje, Gvidon le dijo al cisne que todavía no podía sacar a su padre de su mente y deseaba volver a verlo. Esta vez, el cisne lo convirtió en un abejorro.
El barco llegó al reino y los marineros le contaron al zar Saltán sobre la maravillosa ciudad que habían visto, y como cada día treinta y tres caballeros y el viejo Chernomor emergerían del mar para proteger la isla.
El zar se maravilló al oírlos y quiso ver esta tierra extraordinaria, pero una vez más, las dos hermanas y la vieja Babarija lo contuvieron. Menospreciaron la historia de los marineros y dijeron que algo realmente sorprendente, era que más allá de los mares, vivía una princesa tan impresionante que no podías quitarle los ojos de encima.
—La luz del día palidece ante su belleza y la oscuridad de la noche se ilumina por ella. Cuando habla, su voz es como el murmullo de un arroyo tranquilo. ¡Eso es una maravilla! —dijeron.
Gvidon, el abejorro, se enojó con las mujeres una vez más y le picó la nariz a Babarija. Intentaron atraparlo, en vano. Estaba a salvo en su viaje de regreso a casa.
Al llegar allí, Gvidon salió a la orilla de la isla y se encontró con el cisne blanco.
—¿Por qué tan triste esta vez? —preguntó el ave.
Gvidon dijo que estaba triste porque no tenía esposa. Relató la historia que había escuchado de la bella princesa, cuya belleza iluminaba la oscuridad y cuyas palabras fluían como un arroyo murmurante. El cisne guardó silencio por un rato, antes de admitir que había una princesa así.
—Pero una esposa —continuó—, no es como un guante que uno simplemente se pueda quitar de la mano.
Gvidon dijo que entendía, y le aseguró que estaba preparado para caminar el resto de su vida y a todos los rincones del mundo, con tal de encontrar a la maravillosa princesa.
Al escucharlo, el cisne suspiró.
—No hay necesidad de viajar, ni de cansarse. La mujer que deseas ahora, es tuya para amar. Esa princesa soy yo.
Con esto, agitó sus alas y se convirtió en la hermosa mujer de la que el príncipe había oído hablar. Los dos se abrazaron y besaron apasionadamente, y Gvidon la llevó a conocer a su madre. Esa misma noche, el príncipe y la bella doncella se casaron.
Poco tiempo después, otro barco llegó a la isla. Como de costumbre, Gvidon dio la bienvenida a los marineros y, cuando se iban, les pidió que enviaran sus saludos al zar, junto con una invitación para que fuera a visitarlos. Ya que era tan feliz con su nueva novia, Gvidon decidió no abandonar la isla esta vez.
Cuando el barco llegó al reino del zar Saltán, los marineros le contaron de la fantástica isla que habían visto, de la ardilla que cantaba mientras partía las nueces doradas, de los treinta y tres caballeros blindados que se levantaban del mar y de la encantadora princesa cuya belleza era incomparable.
En esta ocasión, el zar no escuchó los comentarios sarcásticos de las hermanas y Babarija. Llamó a su flota y zarpó hacia la isla de inmediato.
Cuando llegó, el príncipe Gvidón estaba allí para encontrarse con él. Sin decir nada, Gvidon lo llevó al palacio, junto con sus dos cuñadas y Babarija.
En el camino, el zar viotodas las maravillas de las que tanto había escuchado hablar. Allí, a las puertas de la ciudad, estaban los treinta y tres caballeros y el viejo Chernomor, haciendo guardia. En el patio se encontraba la ardilla milagrosa, cantando una canción y royendo una nuez dorada. Y en el jardín estaba la bella princesa, la esposa de Gvidon.
De pronto el zar vio algo inesperado: junto a la princesa se hallaba la madre de Gvidon, su esposa perdida. Él la reconoció de inmediato. Con lágrimas corriendo por sus mejillas, se apresuró a abrazarla y años de angustia fueron olvidados. Luego se dio cuenta de que el Príncipe Gvidón era su hijo, y los dos se abrazaron también.
Se celebró una alegre fiesta. Las dos hermanas y Babarija se escondieron avergonzadas, pero finalmente fueron encontradas. Las tres se echaron a llorar, confesándolo todo. Mas Saltán estaba tan feliz, que las perdonó.
El zar, la zarina, el príncipe Gvidón y la princesa, vivieron felices por el resto de sus días.
Aleksandr Pushkin (1799 - 1837) es considerado el padre de la literatura rusa moderna. Se dedicó a la poesía, la narrativa y el teatro con un marcado interés por rescatar la tradición oral en su país.
Así, decidió adaptar varias historias del folclor ruso y transformarlas en textos enfocados a un público infantil. En 1831 surgió "El Zar Saltán" en verso, que en el siglo XX fue reescrito en prosa.
El relato cobró tanta fama que fue musicalizado por el compositor Nikolái Rimski-Kórsakov y convertido en ópera. La pieza "El vuelo del moscardón" se basó en el momento en que Gvidón se transforma en abejorro y hoy es parte del imaginario popular.
Este cuento permite conocer el imaginario de la cultura eslava, así como enseñar importantes valores como la constancia, la ayuda hacia los desvalidos y el perdón.
5. Hänsel y Gretel - Hermanos Grimm
Junto a un bosque muy grande vivía un pobre leñador con su mujer y dos hijos; el niño se llamaba Hänsel y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer, y en una época de carestía que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la cama, cavilando y revolviéndose, sin que las preocupaciones le dejaran pegar el ojo; finalmente dijo, suspirando, a su mujer:
-¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo alimentar a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda?
-Se me ocurre una cosa -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos.
-¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a cargar sobre mí el abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.
-¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes! -y no cesó de importunarlo hasta que el hombre accedió-. Pero me dan mucha lástima -decía.
Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre. Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hänsel:
-¡Ahora sí que estamos perdidos!
– No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.
Y cuando los viejos estuvieron dormidos, levantose, púsose la chaquetita y salió a la calle por la puerta trasera. Brillaba una luna esplendorosa y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa relucían como plata pura. Hänsel los fue recogiendo hasta que no le cupieron más en los bolsillos. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel:
-Nada temas, hermanita, y duerme tranquila: Dios no nos abandonará -y se acostó de nuevo.
A las primeras luces del día, antes aún de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños:
-¡Vamos, holgazanes, levántense! Hemos de ir al bosque por leña -y dando a cada uno un pedacito de pan, les advirtió-: Ahí tienen esto para mediodía, pero no se lo coman antes, pues no les daré más.
Gretel se puso el pan debajo del delantal, porque Hänsel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. Al cabo de un ratito de andar, Hänsel se detenía de cuando en cuando para volverse a mirar hacia la casa. Dijo el padre:
-Hänsel, no te quedes rezagado mirando atrás, ¡atención y piernas vivas!
-Es que miro el gatito blanco, que desde el tejado me está diciendo adiós -respondió el niño.
Y replicó la mujer:
-Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana que se refleja en la chimenea.
Pero lo que estaba haciendo Hänsel no era mirar el gato, sino ir echando blancas piedrecitas que sacaba del bolsillo a lo largo del camino.
Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre:
-Ahora recojan leña, pequeños, les encenderé un fuego para que no tengan frío.
Hänsel y Gretel reunieron un buen montón de leña menuda. Prepararon una hoguera, y cuando ya ardió con viva llama, dijo la mujer:
-Pónganse ahora al lado del fuego, chiquillos, y descansen mientras nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogerlos.
Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego, y al mediodía cada uno se comió su pedacito de pan. Y como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco. Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos y se quedaron profundamente dormidos. Despertaron cuando ya era noche cerrada. Gretel se echó a llorar, diciendo:
-¿Cómo saldremos del bosque?
Pero Hänsel la consoló:
-Espera un poquitín a que brille la luna, que ya encontraremos el camino.
Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, el niño, cogiendo de la mano a su hermanita, guiose por las guijas que, brillando como plata batida, le indicaron la ruta. Anduvieron toda la noche y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que al verlos exclamó:
-¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Creíamos que no querían volver!
El padre, en cambio, se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado.
Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país, y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido:
-Otra vez se ha terminado todo; solo nos queda media hogaza de pan, y sanseacabó. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros.
Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y pensaba: “Mejor harías partiendo con tus hijos el último bocado.” Pero la mujer no quiso escuchar sus razones, y lo llenó de reproches e improperios. Quien cede la primera vez, también ha de ceder la segunda; y así el hombre no tuvo valor para negarse.
Pero los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se hubieron dormido, levantose Hänsel con intención de salir a proveerse de guijarros, como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo, no obstante, a su hermanita, para consolarla:
-No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios Nuestro Señor nos ayudará.
A la madrugada siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior. Camino del bosque, Hänsel iba desmigajando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo.
-Hänsel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -preguntole el padre-. ¡Vamos, no te entretengas!
-Estoy mirando mi palomita, que desde el tejado me dice adiós.
-¡Bobo! -intervino la mujer-, no es tu palomita sino el sol de la mañana que brilla en la chimenea.
Pero Hänsel fue sembrando de migas todo el camino.
La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. Encendieron una gran hoguera y la mujer les dijo:
-Quédense aquí, pequeños, y si se cansan echen una siestecita. Nosotros vamos por leña; al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogerlos.
A mediodía, Gretel partió su pan con Hänsel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos sin que nadie se presentara a buscar a los pobrecillos; se despertaron cuando era ya de noche oscura.
Hänsel consoló a Gretel diciéndole:
-Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he esparcido, y que nos mostrarán el camino de vuelta.
Cuando salió la luna, se dispusieron a regresar; pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los mil pajarillos que volaban por el bosque. Dijo Hänsel a Gretel:
-Ya daremos con el camino -pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; sufrían además de hambre, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, echáronse al pie de un árbol y se quedaron dormidos.
Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se extraviaban más en el bosque. Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre. Pero he aquí que hacia mediodía vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado, abrió sus alas y emprendió el vuelo, y ellos lo siguieron hasta llegar a una casita en cuyo tejado se posó; y al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar.
-¡Mira qué bien! -exclamó Hänsel-, aquí podremos sacar el vientre de mal año. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás cuán dulce es.
Se encaramó el niño al tejado y rompió un trocito para probar a qué sabía, mientras su hermanita mordisqueaba en los cristales. Entonces oyeron una voz suave que procedía del interior:
¿Será acaso la ratita
la que roe mi casita?Pero los niños respondieron:
Es el viento, es el viento
que sopla violento.Y siguieron comiendo sin desconcertarse. Hänsel, que encontraba el tejado sabrosísimo, desgajó un buen pedazo, y Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo a dos carrillos. Abriose entonces la puerta bruscamente y salió una mujer viejísima que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron de tal modo que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, meneando la cabeza, les dijo:
-Hola, pequeñines, ¿quién los ha traído? Entren y quédense conmigo, no les haré ningún daño.
Y, cogiéndolos de la mano, los introdujo en la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas con ropas blancas, y Hänsel y Gretel se acostaron en ellas creyéndose en el cielo.
La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero en realidad era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con el único objeto de atraerlos. Cuando uno caía en su poder, lo mataba, lo guisaba y se lo comía; esto era para ella un gran banquete.
Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos ventean la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hänsel y Gretel, dijo para sus adentros, con una risotada maligna: “¡Míos son; estos no se me escapan!.”
Levantose muy de mañana, antes de que los niños se despertasen, y al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillitas tan sonrosadas y coloreadas, murmuró entre dientes: “¡Serán un buen bocado!.” Y agarrando a Hänsel con su mano seca, llevolo a un pequeño establo y lo encerró detrás de una reja. Gritó y protestó el niño con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil.
Dirigiose entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola rudamente y gritándole:
-Levántate, holgazana, ve a buscar agua y guisa algo bueno para tu hermano; lo tengo en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien cebado, me lo comeré.
Gretel se echó a llorar amargamente, pero en vano; hubo de cumplir los mandatos de la bruja.
Desde entonces a Hänsel le sirvieron comidas exquisitas mientras Gretel no recibía sino cáscaras de cangrejo. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:
-Hänsel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordo.
Pero Hänsel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, pensaba que realmente era el dedo del niño y se extrañaba de que no engordara. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hänsel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso aguardar más tiempo:
-Anda, Gretel -dijo a la niña-, a buscar agua, ¡ligera! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré.
¡Qué desconsuelo el de la hermanita, cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por las mejillas! “¡Dios mío, ayúdanos! -rogaba-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!.”
-¡Basta de lloriqueos! -gritó la vieja-; de nada han de servirte.
Por la madrugada, Gretel hubo de salir a llenar de agua el caldero y encender fuego.
-Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa.
Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de cuya boca salían grandes llamas.
-Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -mandó la vieja.
Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese en su interior, asarla y comérsela también. Pero Gretel le adivinó el pensamiento y dijo:
-No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo haré para entrar?
-¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella -y, para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en la boca del horno.
Entonces Gretel, de un empujón, la precipitó en el interior y, cerrando la puerta de hierro, corrió el cerrojo. ¡Grandes chillidos daba la bruja! ¡Qué gritos más pavorosos! Pero la niña echó a correr y la malvada hechicera murió quemada miserablemente.
Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hänsel y le abrió la puerta exclamando:
-¡Hänsel, estamos salvados; ya está muerta la bruja!
Saltó el niño afuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos, y cómo se arrojaron al cuello uno del otro, y qué de abrazos y besos! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas.
-¡Más valen estas que los guijarros! -exclamó Hänsel, llenándose de ellas los bolsillos.
Y dijo Gretel:
-También yo quiero llevar algo a casa -y, a su vez, se llenó el delantal de pedrería.
-Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado.
A unas dos horas de andar llegaron a un gran río.
-No podremos pasarlo -observó Hänsel-, no veo ni puente ni pasarela.
-Ni tampoco hay barquita alguna -añadió Gretel-; pero allí nada un pato blanco, y si se lo pido nos ayudará a pasar el río.
Y gritó:
Patito, buen patito mío
Hänsel y Gretel han llegado al río.
No hay ningún puente por donde pasar;
¿sobre tu blanca espalda nos quieres llevar?.Acercose el patito, y el niño se subió en él, invitando a su hermana a hacer lo mismo.
-No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; vale más que nos lleve uno tras otro.
Así lo hizo el buen pato, y cuando ya estuvieron en la orilla opuesta y hubieron caminado otro trecho, el bosque les fue siendo cada vez más familiar hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se colgaron del cuello del padre.
El pobre hombre no había tenido una sola hora de reposo desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; y en cuanto a la madrastra, había muerto. Volcó Gretel su delantal, y todas las perlas y piedras preciosas saltaron por el suelo, mientras Hänsel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron las penas, y en adelante vivieron los tres felices.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Los cuentos de hadas de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm son historias que han pasado a formar parte del imaginario colectivo y que han acompañado a miles de generaciones de niños a través de los años.
La dupla decidió recorrer Alemania para recopilar la tradición oral con un interés antropológico y lingüístico. Sin embargo, luego de las primeras ediciones, descubrieron que su mayor público era infantil. Por ello, en 1857 apareció la obra definitiva en que se eliminaron las partes más escabrosas, que incluían sexo, violencia y otros temas para público adulto.
Otro aspecto importante es que revolucionaron el mercado de libros ilustrados, pues acompañaron las historias con imágenes alusivas y así fue como surgieron los textos infantiles tal como los conocemos hoy.
"Hänsel y Gretel" es un clásico que presenta a dos hermanos que, gracias a la cooperación y el ingenio, logran superar las adversidades y enfrentar los obstáculos de la vida.
6. La abeja haragana - Horacio Quiroga
Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar; es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos de rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
–Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
–Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
–No es cuestión de que te canses mucho –respondieron–, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así, la dejaron pasar.Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
–Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
–¡Uno de estos días lo voy a hacer!
–No es cuestión de que lo hagas uno de estos días –le respondieron–, sino mañana mismo. Acuérdate de esto.
Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
–¡Sí, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
–No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido –le respondieron– sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana 20 hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
–¡No se entra! –le dijeron fríamente.
–¡Yo quiero entrar! –exclamó la abejita–. Esta es mi colmena.
–Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras –le contestaron las otras–. No hay entrada para las haraganas.
–¡Mañana sin falta voy a trabajar! –insistió la abejita.–No hay mañana para las que no trabajan –respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y esto diciendo la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún: pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja. y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire y no podía volar más.
Arrastrándose, entonces, por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.–¡Hay, mi Dios! –clamó la desamparada–. Va a llover y me voy a morir de frío.
Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
–¡Perdón! –gimió la abeja–. ¡Déjenme entrar!
–Ya es tarde –le respondieron.
–¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
–Es más tarde aún.
–¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
–Imposible.
–¡Por última vez! ¡Me voy a morir!
Entonces le dijeron:–No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:–¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
–¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
–Es cierto –murmuró la abeja–. No trabajo y yo tengo la culpa.
–Siendo así –agregó la culebra, burlona–, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamó, entonces:
–¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
–¡Ah, ah! –exclamó la culebra, enroscándose ligero–. ¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres, que les quitan la miel a ustedes, son más justos, grandísima tonta?
–No, no es por eso que nos quitan la miel –respondió la abejita.
–¿Y por qué, entonces?
–Porque son más inteligentes.Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando.
–¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
–Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
–¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? –se rió la culebra.
–Así es –afirmó la abeja.
–Pues bien –dijo la culebra–, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, esa gana. Si gano yo, te como.
–¿Y si gano yo? –preguntó la abejita.
–Si ganas tú –repuso su enemiga–, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
–Aceptado –contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas y les llaman trompitos de eucalipto.
–Esto es lo que voy a hacer –dijo la culebra–. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompo como un piolín, la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:–Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
–Entonces, te como –exclamó la culebra.
–¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie hace.
–¿Qué es eso?
–Desaparecer.
–¿Cómo? –exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa–. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
–Sin salir de aquí.
–¿Y sin esconderte en la tierra?
–Sin esconderme en la tierra.
–Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida –dijo la culebra.El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.La abeja se
arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
–Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: "Uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba?
No había modo de hallarla.
–¡Bueno! –exclamó por fin–. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía –la voz de la abejita– salió del medio de la cueva.
–¿No me vas a hacer nada? –dijo la voz–. ¿Puedo contar con tu juramento?
–Sí –respondió la culebra–. Te lo juro. ¿Dónde estas?
–Aquí –respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva. muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación era muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en solo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección, antes de morir, a las jóvenes abejas que la rodeaban:
–No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche.Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos –la felicidad de todos– es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.
Horacio Quiroga (1878 - 1937) es considerado el padre del cuento latinoamericano. En 1918 publicó Cuentos de la selva, un conjunto de relatos enfocados en la primera infancia donde se explora el espacio de la naturaleza.
Así, "La abeja haragana" encierra una lección de vida para los más pequeños, pues destaca lo necesario que resulta el esfuerzo y el trabajo en equipo.
7. Bella flor - Fernán Caballero
Había una vez un padre que tenía dos hijos; el mayor le tocó la suerte de soldado, y fue a América, donde estuvo muchos años. Cuando volvió, su padre había muerto, y su hermano disfrutaba del caudal y se había puesto muy rico. Fuese a casa de este, y le encontró bajando la escalera.
-¿No me conoces? -le preguntó.
El hermano le contestó con mala manera que no.
Entonces se dio a conocer, y su hermano le dijo que fuese al granero, y que allí hallaría un arca, que era la herencia que le había dejado su padre, y siguió su camino sin hacerle más caso.
Subió al granero, y halló un arca muy vieja, y dijo para sí:
-¿Para qué me puede a mí servir este desvencijado arcón? ¡Pero anda con Dios! Me servirá para hacer una hoguera y calentarme, que hace mucho frío.
Cargó con él y se fue a su mesón, donde cogió un hacha y se puso a hacer pedazos el arcón, y de un secreto que tenía cayó un papel. Cogiolo, y vio que era la escritura de una crecida cantidad que adeudaban a su padre. La cobró, y se puso muy rico.
Un día que iba por la calle encontró a una mujer que estaba llorando amargamente; la preguntó qué tenía, y ella le contestó que su marido estaba muy malo, y que no sólo no tenía para curarlo, sino que se lo quería llevar a la cárcel un acreedor, al que no podía pagar lo que le debía.
-No se apure usted -le dijo José-. No llevarán a su marido a la cárcel, ni venderán lo que tiene, que yo salgo a todo; le pagaré sus deudas, le costearé su enfermedad y su entierro, si se muere.
Y así lo hizo todo. Pero se encontró que cuando el pobre se hubo muerto, después de pagado el entierro, no le quedaba un real, habiendo gastado toda su herencia en esa buena obra.
-Y ahora ¿qué hago? -se preguntó a sí mismo-. Ahora, que no tengo que comer. Me iré a una corte, y me pondré a servir.
Así lo hizo, y entró de mozo en el palacio del Rey.
Se portó tan bien y el Rey lo quería tanto, que lo fue ascendiendo hasta que lo hizo su primer gentilhombre.
Entre tanto, su descastado hermano había empobrecido y le escribió pidiéndole que le amparase; y como José era tan bueno, lo amparó, pidiendo al Rey le diese a su hermano un empleo en Palacio, y el Rey se lo concedió.
Vino, pues, pero en lugar de sentir gratitud hacia su hermano, lo que sentía era envidia al verlo privado del Rey, y se propuso perderlo. Para eso, se puso a inquirir lo que para su intento le importaba averiguar, y supo que el Rey estaba enamorado de la Princesa Bella-Flor, y que esta, como que era el Rey viejo y feo, no le quería, y se había ocultado en un palacio escondido por esos breñales, nadie sabía dónde. El hermano fue y le dijo al Rey que José sabía dónde estaba la Bella-Flor, y correspondía con ella. Entonces el Rey, muy airado, mandó venir a José y le dijo que fuese al momento a traerle la Princesa Bella-Flor, y que, si se venía sin ella, lo mandaría ahorcar.
El pobre, desconsolado, se fue a la cuadra para coger un caballo e irse por esos mundos, sin saber por dónde tirar para encontrar a Bella-Flor. Vio entonces un caballo blanco, muy viejo y flaco, que le dijo:
-Tómame a mí, y no tengas cuidado.
José se quedó asombrado de oír hablar un caballo; pero montó en él y echaron a andar llevando tres panes de munición que le dijo el caballo que cogiese.
Después que hubieron andado un buen trecho, se encontraron un hormigal, y el caballo le dijo:
-Tira ahí esos tres panes para que coman las hormiguitas.
-Pero, ¿para qué? -dijo José-. Si nosotros los necesitamos.
-Tíraselos -repuso el caballo-, y no te canses nunca de hacer bien.
Anduvieron otro trecho, y encontraron a un águila que se había enredado en las redes de un cazador.
-Apéate -le dijo el caballo-, y corta las mallas de esa red y libra a ese pobre animal.
-¿Pero vamos a perder el tiempo en eso? -respondió José.
-No le hace; haz lo que te digo y no te canses nunca de hacer bien.
Anduvieron otro trecho y llegaron a un río, y vieron a un pececito que se había quedado en seco en la orilla, y por más que se movía, con ansias de muerte, no podía volver a la corriente.
-Apéate -dijo a José el caballo blanco-, coge ese pobre pececito y échalo al agua.
-Pero si no tenemos tiempo de entretenernos -contesto José.
-Siempre hay tiempo para hacer una buena obra -respondió el caballo blanco-, y nunca te canses de hacer bien.
A poco llegaron a un castillo, metido en una selva sombría, y vieron a la Princesa Bella-Flor, que estaba echando afrecho a sus gallinas.
-Atiende -le dijo a José el caballo blanco-; ahora voy a dar muchos saltitos y hacer piruetas, y esto le hará gracia a Bella-Flor; te dirá que quiere montar un rato, y tú la dejarás que monte; entonces yo me pondré a dar coces y relinchos; se asustará, y tú la dirás entonces que eso es porque no estoy hecho a que me monten las mujeres, y montándome tú, me amansaré; te montarás, y saldré a escape hasta llegar al palacio del Rey.
Todo sucedió tal cual lo había dicho el caballo, y sólo cuando salieron a escape, conoció Bella-Flor la intención de robarla que había traído aquel jinete.
Entonces dejó caer el afrecho que llevaba al suelo, en que se desperdigó, y le dijo a su compañero que se le había derramado el afrecho y que se lo recogiese.
-Allí, donde vamos -respondió José-, hay mucho afrecho.
Entonces, al pasar bajo un árbol, tiró por alto su pañuelo, que se quedó prendido en una de las ramas más altas, y dijo a José que se apease y se subiese al árbol para cogérselo; pero José le respondió:
-Allá, donde vamos, hay muchos pañuelos.
Pasaron entonces por un río, y ella dejó caer en él una sortija, y le pidió a José que se apease para cogérsela; pero José le respondió que allí donde iban, había muchas sortijas.
Llegaron, por fin, al palacio del Rey, que se puso muy contento al ver a su amada Bella-Flor; pero esta se metió en un aposento, en que se encerró, sin querer abrir a nadie. El Rey la suplicó que abriese; pero ella dijo que no abriría hasta que le trajesen las tres cosas que había perdido por el camino.
-No hay más remedio, José -le dijo el Rey-, sino que tú, que sabes las que son, vayas por ellas, y si no las traes, te mando ahorcar.
El pobre José se fue muy afligido a contárselo al caballito blanco, el que le dijo:
-No te apures; monta sobre mí, y vamos a buscarlas.
Pusiéronse en camino y llegaron al hormigal.
-¿Quisieras tener el afrecho? -preguntó el caballo.
-¿No había de querer? -contestó José.
-Pues llama a las hormiguitas y diles que te lo traigan, que si aquel se ha desperdigado, te traerán el que han sacado de los panes de munición, que no habrá sido poco.
Y así sucedió; las hormiguitas, agradecidas a él, acudieron, y le pusieron delante un montón de afrecho.
-¿Lo ves -dijo el caballito- cómo el que hace bien, tarde o temprano recoge el fruto?
Llegaron al árbol al que había echado Bella-Flor su pañuelo, el que ondeaba como un banderín en una rama de las más altas.
-¿Cómo he de coger yo ese pañuelo -dijo José-, si para eso se necesitaría la escala de Jacob?
-No te apures -respondió el caballito blanco-; llama al águila que libertaste de las redes del cazador, y ella te lo cogerá.
Y así sucedió. Llegó el águila, cogió con su pico el pañuelo, y se lo entregó a José.
Llegaron al río, que venía muy turbio.
-¿Cómo he de sacar esa sortija del fondo de este río hondo, cuando ni se ve, ni se sabe el sitio en que Bella-Flor la echó? -dijo José.
-No te apures -respondió el caballito-; llama al pececito que salvaste, que él te la sacará.
Y así sucedió, y el pececito se zambulló y salió tan contento, meneando la cola, con el anillo en la boca.
Volviose, pues, José muy contento al palacio; pero cuando le llevaron las prendas a Bella-Flor, dijo que no abriría ni saldría de su encierro mientras no friesen en aceite al pícaro que la había robado de su palacio.
El Rey fue tan cruel, que se lo prometió, y dijo a José que no tenía más remedio que morir frito en aceite.
José se fue muy afligido a la cuadra y contó al caballo blanco lo que le pasaba.
-No te apures -le dijo el caballito-; móntate sobre mí, correré mucho y sudaré; úntate tu cuerpo con mi sudor, y déjate confiado echar en la caldera, que no te sucederá nada.
Y así sucedió todo; y cuando salió de la caldera, salió hecho un mancebo tan bello y gallardo, que todos quedaron asombrados, y más que nadie Bella-Flor, que se enamoró de él.
Entonces el Rey, que era viejo y feo, al ver lo que le había sucedido a José, creyendo que a él le sucediese otro tanto, y que entonces se enamoraría de él Bella-Flor, se echó en la caldera y se hizo un chicharrón.
Todos entonces proclamaron por Rey al Chambelán, que se casó con Bella-Flor.
Cuando fue a darle gracias por sus buenos servicios al que todo se lo debía, al caballito blanco, este le dijo:
-Yo soy el alma de aquel infeliz en cuya ayuda, enfermedad y entierro gastaste cuanto tenías, y al verte tan apurado y en peligro, he pedido a Dios permiso para poder, a mi vez, acudir en tu ayuda y pagarte tus beneficios. Por eso te he dicho y te lo vuelvo a decir, de que nunca de canses de hacer bien.
Fernán Caballero es el pseudónimo que utilizó la escritora española Cecilia Böhl de Faber (1796 - 1877). Dentro de su obra, destaca Cuentos de encantamiento (1877) en el que recogió historias infantiles de carácter popular.
"Bella flor" es un relato de origen oral en el que se busca enseñar a los niños la importancia de ayudar a los demás y hacer el bien sin importar las circunstancias. Así, el protagonista de esta historia pudo lograr sus objetivos gracias a su buen corazón.
8. El sastrecillo valiente - Hermanos Grimm
No hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una campesina que gritaba:
-¡Rica mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.
Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana, llamó:
-¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo:
-Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por eso.
La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:
-¡Vaya! -exclamo el sastrecito, frotándose las manos-. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!
Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. "Parece que no sabrá mal," se dijo. "Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta."
Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.
Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas legiones.
-¡Eh, quién las invitó a ustedes! -dijo el sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.
Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: "¡Esperen, que yo mismo voy a servirles!," descargó sin misericordia un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.
"¡De lo que soy capaz!," se dijo, admirado de su propia audacia. "La ciudad entera tendrá que enterarse de esto" y, de prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.
"¡Qué digo la ciudad!," añadió. "¡El mundo entero se enterará de esto!"
Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.
Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies, no se cansaba nunca.
El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo:
-¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?
El gigante lo miró con desprecio y dijo:
-¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!
-¿Ah, sí? -contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón--¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy!
El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.
-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!
-¿Nada más que eso? -contestó el sastrecito-. ¡Es un juego de niños!
Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.
-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.
-Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.
-Un buen tiro -dijo el sastre-, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás -y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.
-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecito.
-Tirar, sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre-y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo-: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque.
-Con gusto -respondió el sastrecito-. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado .
En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: "A caballo salieron los tres sastres," como si la tarea de cargar árboles fuese un juego de niños.
El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:
-¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!
Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:
-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?
-No es que me falte fuerza -respondió el sastrecito-. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!
El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:
-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.
El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: "Esto es mucho más espacioso que mi taller."
El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.
El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.
Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.
-Justamente he venido con ese propósito -contestó el sastrecito-. Estoy dispuesto a servir al rey -así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él solo.
Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.
-¿En qué parará todo esto? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.
Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.
-No estamos preparados -le dijeron- para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.
El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin, encontró una solución.
Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.
"¡No está mal para un hombre como tú!" se dijo el sastrecito. "Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días." Así que contestó:
-Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos.
Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus seguidores:
-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.
Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo:
-¿Por qué me pegas?
-Estás soñando -respondió el otro-. Yo no te he pegado.
Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.
-¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?
-Yo no te he tirado nada -gruñó el primero.
Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer gigante.
-¡Esto ya es demasiado! -vociferó furioso. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el sastrecito.
"Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba," se dijo, "pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos livianos."
Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los caballeros y les dijo:
-Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un golpe!
-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.
-No piensen tal cosa -dijo el sastrecito-. Ni siquiera, despeinado.
Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.
El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.
-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos, y debes capturarlo primero.
-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecito--Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.
Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.
No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único cuerno.
-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecito.
Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.
"¡Ya cayó el pajarito!," dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.
Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.
-¡No faltaba más! -dijo el sastrecito-. ¡Si es un juego de niños!
Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse con él de nuevo.
Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.
El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del reino, agregándole: "Ya eres mi heredero al trono."
Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.
En este relato de los hermanos Grimm se presenta la historia de un hombre que logró el éxito a través del ingenio. Así, el protagonista es alguien que demuestra que no es necesaria una fuerza descomunal o una gran figura para lograr sus objetivos. Al sastrecillo le bastó con su astucia y confianza en sí mismo, pues cuando una persona proyecta seguridad, los demás pueden percibirlo.
9. La tortuga gigante - Horacio Quiroga
Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia. Había hecho un atado con los cueros de los animales, y los llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de querosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador que tenía una gran puntería le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
—Ahora —se dijo el hombre— voy a comer tortuga, que es una carne muy rica. Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne. A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre. La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo. Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
—Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aun, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
—El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida y un día recobró el conocimiento, miró a todos lados y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
—Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento. Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
—Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay re - medios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje. La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una le - gua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía y deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir. A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua! a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
—Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte.
El creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y empren - día de nuevo el camino. Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba todo el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella. Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje. Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos.
— ¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, que es? ¿Es leña?
—No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre.
—¿Y dónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón.
—Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré...
—¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá es Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha. Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo.
El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó en seguida. Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. Y así pasó.
La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos. El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.
"La tortuga gigante" forma parte del libro Cuentos de la selva de Horacio Quiroga, quien buscaba representar el mundo animal. Además, el autor quería destacar la importancia de la bondad y cooperación entre las especies.
Así, en este relato, la tortuga se convierte en una heroína. A pesar de su reconocida lentitud, fue capaz de salvarle la vida al hombre que le mostró misericordia y la cuidó en su momento de debilidad. De este modo, gracias a que ambos fueron capaces de poner primero las necesidades del otro, lograron vivir felices y como grandes amigos.
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- Cuentos tradicionales para entretener a los niños
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