¿Qué es un ensayo literario?: definición, características y ejemplos famosos

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana
Tiempo de lectura: 30 min.

El ensayo literario es un género único y flexible, ideal para la expresión del pensamiento. Su versatilidad ha permitido que diferentes temas y formatos se exploren a través de la escritura a lo largo del tiempo.

Definición

Se trata de un texto en prosa en el que un autor expone sus ideas, reflexiones o análisis sobre un tema específico con un estilo subjetivo y argumentativo.

Su principal objetivo no es sólo informar, sino que también persuadir, provocar la reflexión y deleitar al lector con su calidad estética.

Origen, historia y desarrollo

Surgió en el siglo XVI con Michel de Montaigne, un escritor francés que publicó Ensayos (1580), donde plasmó sus pensamientos de manera libre y personal.

Su estilo influyó en escritores posteriores como Francis Bacon, quien en Inglaterra desarrolló ensayos más estructurados y didácticos.

En el siglo XVIII, durante la Ilustración, el ensayo se convirtió en una herramienta fundamental para la crítica social y filosófica con autores como Voltaire y Rousseau.

Luego, en el siglo XIX, con el auge del Romanticismo, se volvió más subjetivo y expresivo. Allí destacan figuras como Ralph Waldo Emerson y Thomas Carlyle.

Durante el siglo XX y hasta la actualidad, el ensayo ha adquirido una gran diversidad de estilos y temáticas. Autores como Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Susan Sontag y Umberto Eco han explorado desde la crítica literaria hasta el análisis cultural y filosófico.

Estructura

  1. Introducción: Presenta el tema y capta la atención del lector.
  2. Desarrollo: Expone las ideas, argumentos y análisis sobre el tema.
  3. Conclusión: Resume las ideas principales y cierra el ensayo con una reflexión final.

Características principales

Subjetividad

El ensayo literario refleja la perspectiva personal del autor. A diferencia de los textos científicos o académicos, en los que prima la objetividad, el ensayo permite que el escritor exprese sus opiniones, reflexiones y emociones.

Esta subjetividad se manifiesta en la elección del tema, el tono y el estilo del autor.

Ejemplo: En El laberinto de la soledad, Octavio Paz analiza la identidad mexicana desde una perspectiva personal y filosófica.

Carácter reflexivo

El ensayo no sólo expone información, sino que también invita a la reflexión. A través del análisis y la argumentación, el autor busca que el lector cuestione ideas, conceptos o situaciones.

Ejemplo: En Otras inquisiciones, Jorge Luis Borges además de referirse a temas literarios, plantea interrogantes sobre el tiempo, la eternidad y la percepción de la realidad.

Estilo libre

No existe una estructura rígida que determine cómo debe escribirse un ensayo literario. Aunque sigue una organización lógica (introducción, desarrollo y conclusión), el autor tiene libertad para estructurar sus ideas de forma más flexible, con digresiones o asociaciones inesperadas.

Ejemplo: Montaigne, en Ensayos, mezcla anécdotas, citas clásicas y experiencias personales sin un orden estricto.

Brevedad

Aunque su extensión puede variar, el ensayo literario tiende a ser más corto que otros textos argumentativos, como tratados o tesis. Esto se debe a que no busca agotar un tema, sino más bien explorarlo de manera sintética y personal.

Ejemplo: Francis Bacon escribía ensayos breves sobre diversos temas, como Del amor o De la verdad, en los que resumía su pensamiento en pocas páginas.

Uso de recursos literarios

A diferencia del ensayo académico, el literario se apoya en figuras retóricas y recursos estilísticos para embellecer el texto y hacerlo más atractivo. Algunos de los recursos más utilizados son:

  • Metáforas: Comparaciones implícitas para dar mayor profundidad a las ideas.
  • Ironía: Para criticar o cuestionar conceptos de manera sutil o humorística.
  • Anáforas y repeticiones: Para enfatizar ciertos argumentos.

Ejemplo: En Contra la interpretación, Susan Sontag emplea un lenguaje elegante y metafórico para criticar el exceso de análisis en el arte.

Argumentación

El ensayo literario no se limita a expresar opiniones sin fundamento; utiliza argumentos para respaldarlas. Estos argumentos pueden ser de diferentes tipos:

  • Lógicos: Basados en la razón y el pensamiento crítico.
  • Históricos: Con referencias a hechos pasados.
  • Filosóficos: Planteamientos abstractos o conceptuales.

Ejemplo: En El derecho a la literatura, Juan Villoro argumenta cómo la literatura es esencial para el pensamiento crítico y la democracia, utilizando ejemplos históricos y filosóficos.

Ejemplos

1. "Que la intención juzga nuestras acciones" (Ensayos) - Michel de Montaigne

Dícese que la muerte nos libra de todos nuestros compromisos. Yo sé de algunos que han interpretado este principio de diverso modo. Enrique VII, rey de Inglaterra, convino con don Felipe, hijo del emperador Maximiliano, o, para designarle de una manera más honrosa, padre del emperador Carlos V, en que le hiciera entrega del duque de —20→ Suffol de la Rosa blanca, su enemigo, que había huido y buscado asilo en los Países Bajos, con la condición de que no atentaría contra la vida de dicho duque; sin embargo, a la hora de morir ordenó a su hijo en el testamento que diera muerte a Suffol en cuanto él hubiera exhalado el último suspiro. Poco ha, en esa tragedia de los condes de Horn y Hegmond que el duque de Alba nos hizo ver en Bruselas, hubo toda suerte de acontecimientos notables. El conde de Hegmond, bajo cuya fe y seguridad su compañero se entregó al duque, rogó con grande insistencia que se le hiciera morir el primero a fin de pagar con su vida la del conde de Horn. La muerte no descargó al primero de la fe prometida, y el segundo pudo estar libre sin sucumbir. No podemos mantenernos más allá de nuestras fuerzas ni de nuestros medios; por esto, y porque nuestros esfuerzos y ejecuciones no residen en modo alguno en nuestro poder, no hay nada tan real en nuestro albedrío como la voluntad; en ella se fundan y establecen por necesidad todas las reglas del deber del hombre. Así, el conde de Hegmond que tenía su alma y voluntad sujetas a su promesa, bien que la facultad de efectuarla no estuviera en su mano, quedaba sin duda libre de su deber, aun cuando hubiese sobrevivido al conde de Horn. Pero el rey de Inglaterra, faltando a la palabra dada por designio, no puede encontrar excusa por haber dejado para después de la muerte, la ejecución de su deslealtad; como tampoco el arquitecto de que nos habla Heródoto, el cual guardó lealmente durante toda su vida el secreto del lugar en que se encontraban los tesoros del rey de Egipto, su señor, y al morir lo descubrió a sus hijos.

He visto algunos hombres que en vida retuvieron a sabiendas intereses ajenos, disponerse a entregarlos por su testamento, después de su muerte. Con semejante proceder nada hacen de eficaz, ni al aplazar cosa tan urgente, ni al pretender borrar falta tan grave mediante sacrificio tan escaso. Este debe ser mayor cuanto que pagan a regañadientes; su satisfacción debe ser más justa y meritoria: la penitencia exige el sacrificio. Todavía son más dignos de reprensión los que guardan la declaración de alguna odiosa voluntad hacia el prójimo para sus últimos instantes, habiéndola ocultado toda su vida; dan estos muestra de estimar en poco su propio honor, irritando al ofendido contra su memoria, y menos todavía su conciencia, no habiendo sabido hacer extinguir su odio por el respeto de la muerte misma, y llevándolo hasta más allá del sepulcro. Jueces injustos que juzgan cuando carecen ya de conocimiento de causa. Yo me guardaré, si puedo, de que mi muerte diga nada que mi vida no haya sostenido y abiertamente declarado.

Michel de Montaigne (1533 - 1592) fue el creador del ensayo como género. En su libro Ensayos (1580) recopiló sus reflexiones personales sobre diversos temas, como la moral, la educación, la muerte y la naturaleza humana.

Con ello, revolucionó la literatura al adoptar un estilo introspectivo y subjetivo, explorando sus pensamientos y experiencias con una honestidad poco común para su época.

Aquí medita sobre la importancia de la voluntad y la intención en la moralidad de los actos humanos. A través de ejemplos históricos, argumenta que no basta con cumplir una promesa o tomar una decisión si la intención que la motiva es desleal o injusta.

De este modo, sostiene que las acciones no deben juzgarse sólo por su resultado externo, sino por la intención que las guía. En este sentido, la voluntad es el núcleo del juicio moral, ya que las capacidades y circunstancias pueden convertirse en obstáculos, pero la intención permanece bajo el control de cada persona.

El caso de Enrique VII ilustra la hipocresía de quienes usan la muerte como excusa para eludir sus compromisos. El rey, aunque en vida había prometido no atentar contra Suffol, ordenó su ejecución en su testamento. Montaigne critica este proceder, pues muestra una traición planificada que no se exime de culpa sólo porque se ejecuta tras la muerte.

En contraste, menciona a Egmond, quien a pesar de no poder garantizar la seguridad de su compañero, cumplió su promesa con la única herramienta a su alcance: su intención de morir primero. Aunque no tuvo poder sobre el desenlace, su compromiso moral permaneció intacto.

Además, el autor señala la falsedad de aquellos que sólo reparan injusticias después de su muerte, como quien devuelve bienes ajenos en su testamento. Según él, esta acción no redime la falta, sino que demuestra cobardía, pues la verdadera penitencia requiere sacrificio en vida. También critica a quienes dejan revelaciones dañinas en sus testamentos, como venganzas o rencores ocultos.

Luego, termina declarando que su muerte no revelará nada que no haya sostenido en vida. Con ello, reafirma su creencia en la coherencia y la honestidad como valores fundamentales. La muerte no debe ser un pretexto para ajustar cuentas, sino la culminación natural de una existencia vivida con integridad.

2. "Sobre los clásicos" (Otras inquisiciones) - Jorge Luis Borges

Escasas disciplinas habrá de mayor interés que la etimología: ello se debe a las imprevisibles transformaciones del sentido primitivo de las palabras, a lo largo del tiempo. Dadas tales transformaciones, que pueden lindar con lo paradójico, de nada o de muy poco nos servirá para la aclaración de un concepto el origen de una palabra. Saber que cálculo, en latín, quiere decir piedrecita y que los pitagóricos las usaban antes de la invención de los números, no nos permite dominar los arcanos del álgebra; saber que hipócrita es actor, y persona, máscara, no es un instrumento valioso para el estudio de la ética. Parejamente, para fijar lo que hoy entendemos por lo clásico, es inútil que este adjetivo descienda del latín classis, flota, que luego tomaría el sentido del orden. (Recordemos de paso la información análoga de ship-shape.)

¿Qué es, ahora, un libro clásico? Tengo al alcance de la mano las definiciones de Eliot, de Arnold y de Sainte-Beuve, sin duda razonables y luminosas, y me sería grato estar de acuerdo con esos ilustres autores, pero no los consultaré. He cumplido sesenta y tantos años: a mi edad, las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree verdadero. Me limitaré, pues, a declarar lo que sobre este punto he pensado.

Mi primer estímulo fue una Historia de la literatura china (1901) de Herbert Allen Giles. En su capítulo segundo leí que uno de los cinco textos canónicos que Confucio editó es el Libro de los Cambios o I King, hecho de 64 hexagramas, que agotan las posibles combinaciones de seis líneas partidas o enteras. Uno de los esquemas, por ejemplo, consta de dos líneas enteras, de una partida y de tres enteras, verticalmente dispuestas. Un emperador prehistórico los habría descubierto en la caparazón de una de las tortugas sagradas. Leibniz creyó ver en los hexagramas un sistema binario de numeración; otros, una filosofía enigmática; otros, como Wilhelm, un instrumento para la adivinación del futuro, ya que las 64 figuras corresponden a las 64 fases de cualquier empresa o proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros, un calendario. Recuerdo que Xul-Solar solía reconstruir ese texto con palillos y fósforos. Para los extranjeros, el Libro de los Cambios corre el albur de parecer una mera chinoiserie; pero generaciones milenarias de hombres muy cultos lo han leído y referido con devoción y seguirán leyéndolo. Confucio declaró a sus discípulos que si el destino le otorgara cien años más de vida, consagraría la mitad a su estudio y al de los comentarios o alas.

Deliberadamente he elegido un ejemplo extremo, una lectura que reclama un acto de fe. Llego, ahora, a mi tesis. Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones varían. Para los alemanes y austríacos el Fausto es una obra genial; para otros, una de las más famosas formas del tedio, como el segundo Paraíso de Milton o la obra de Rabelais. Libros como el de Job, la Divina Comedia, Macbeth (y, para mí, algunas de las sagas del Norte) prometen una larga inmortalidad, pero nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del presente. Una preferencia bien puede ser una superstición.

No tengo vocación de iconoclasta. Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero. Así, mi desconocimiento de las letras malayas o húngaras es total, pero estoy seguro de que si el tiempo me deparara la ocasión de su estudio, encontraría en ellas todos los alimentos que requiere el espíritu. Además de las barreras lingüísticas intervienen las políticas o geográficas. Burns es un clásico en Escocia; al sur del Tweed interesa menos que Dunbar o Stevenson. La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a aprueba, en la soledad de sus bibliotecas.

Las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre.

Cada cual descree de su arte y de sus artificios. Yo, que me he resignado a poner en duda la indefinida perduración de Voltaire o de Shakespeare, creo (esta tarde uno de los últimos días de 1965) en la de Schopenhauer y en la de Berkeley.

Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.

Jorge Luis Borges (1899-1986) fue un escritor argentino, considerado una de las figuras más influyentes de la literatura del siglo XX. Su obra se caracteriza por la exploración de temas como el infinito, la identidad, el destino y la naturaleza del lenguaje, con un estilo erudito y una prosa precisa.

Sus libros Inquisiciones (1925) y Otras inquisiciones (1952) reúnen ensayos donde reflexiona sobre literatura, filosofía y cultura.

En este texto, el autor discute sobre el concepto de "clásico" en la literatura. Así, rechaza definiciones rígidas y resalta el carácter mutable de las que se pueden considerar obras inmortales.

En lugar de acudir a autoridades como Eliot o Sainte-Beuve, elige confiar en su propia visión, basada en la experiencia. Así, adopta un enfoque subjetivo y antiacadémico, desestimando dogmatismos.

Para ilustrar su idea, Borges menciona el Libro de los Cambios, un texto milenario chino cuya interpretación ha variado a lo largo de la historia.

Al señalar que diversas culturas han encontrado en él sentido y profundidad, sugiere que la perdurabilidad de una obra depende de la fe de sus lectores más que de su contenido en sí.

Entonces define un clásico como un libro que una comunidad o la historia han decidido tratar con devoción, como si todo en él fuera intencional y profundo. No hay características intrínsecas que determinen su estatus, sino el hábito y la reverencia de los lectores.

Con ello, desmitifica la noción de lo clásico como algo eterno e inmutable. Su enfoque sugiere que son más una construcción cultural que una categoría objetiva, dejando abierta la posibilidad de que lo que hoy se venera pueda ser olvidado mañana.

Revisa Los libros clásicos que debes leer en algún momento de tu vida

3. Caminar - Henry David Thoreau

Quiero decir unas palabras en favor de la naturaleza, de la libertad absoluta y las maneras salvajes, en contraposición a una libertad y una cultura meramente civiles; considerar al hombre como habitante o parte integral de la naturaleza, en vez de como un miembro de la sociedad. Deseo hacer una declaración radical, para que sea enfática, porque ya hay suficientes partidarios de la civilización; el pastor, el comité escolar y cada uno de ustedes se encargarán de defenderla.

En el curso de mi vida apenas me he topado con una o dos personas que comprendían el arte de caminar, esto es, de dar caminatas; que poseían una aptitud, por así decirlo, para deambular a modo de sauntering, una hermosa palabra que se deriva de “aquella gente ociosa que vagaba por el campo en la Edad Media, pidiendo limosnas con el pretexto de dirigirse à la Sainte Terre”, a Tierra Santa; de manera tan frecuente que los niños comenzaron a exclamar, “¡Ahí va un SainteTerrer!”, un saunterer, uno de la Tierra Santa.

Aquellos cuyos paseos nunca conducen a Tierra Santa, como dicen pretender, ciertamente son meros holgazanes y vagabundos; pero aquellos que sí lo hacen son saunterers en el buen sentido, el que yo le doy. Hay quienes, sin embargo, derivan la palabra de sans terre, “sin tierra u hogar”, lo cual, en el buen sentido, significaría “sin un hogar en particular”, pero también, a la vez, “cuyo hogar está en todas partes”. Pues este es el secreto de un deambular fructífero. Quien permanece sentado en casa todo el día puede ser el mayor de los vagabundos; pero el saunterer, en el buen sentido, no lo es más que el río sinuoso, el cual se halla en constante y diligente búsqueda de la vía más corta para alcanzar el mar. Pero yo prefiero la primera etimología, que de hecho es la más probable. Pues cada caminata es una suerte de cruzada que algún Pedro el Ermitaño predica en nuestro interior, incitándonos a reconquistar esta Tierra Santa de las manos de los infieles.

Es verdad que hoy en día, incluidos los caminantes, no somos más que unos cruzados de corazón débil que acometen empresas inacabables sin perseverancia. Nuestras expediciones no consisten más que en dar una vuelta y en las tardes nos conducen de regreso al mismo hogar del que partimos. La mitad de la jornada consiste en desandar nuestros pasos. Tal vez deberíamos emprender las caminatas más cortas con un imperecedero espíritu de aventura, sin la intención de retornar, dispuestos a enviar nuestros corazones embalsamados como reliquias a nuestros reinos desolados. Si se está dispuesto a abandonar madre y padre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a jamás volverlos a ver; si se han pagado las deudas, se ha hecho el testamento, se han puesto en orden todos los asuntos y se es un hombre libre; entonces se está listo para una caminata.

Para hablar desde mi propia experiencia, a mi compañero y a mí —pues en ocasiones tengo un compañero— nos gusta imaginar que somos miembros de una orden nueva, o más bien antigua: no somos equitadores ni caballeros, ni jinetes de ningún tipo, sino caminantes, una categoría que considero más antigua y honorable. El espíritu heroico y caballeresco que alguna vez le correspondió al jinete parece ahora residir, o quizá haberse sedimentado, en el caminante, no el caballero, sino el caminante errante. Este es una especie de cuarto estamento, aparte de la Iglesia, el Estado y el pueblo.

Henry David Thoreau (1817-1862) fue un escritor, filósofo y naturalista estadounidense, conocido por su pensamiento trascendentalista y su defensa de la vida sencilla en armonía con la naturaleza.

Su obra más influyente, Walden (1854), relata su experiencia viviendo en soledad junto a un lago. Por su parte, el ensayo La desobediencia civil (1849) inspiró movimientos de resistencia pacífica.

Caminar, publicado póstumamente en 1862, es un ensayo que exalta el acto de caminar como una forma de conexión con el ambiente y un símbolo de libertad espiritual.Thoreau desarrolla su visión de la naturaleza como un espacio sagrado, contraponiéndolo a la civilización, que considera restrictiva y alienante.

Este es el comienzo de su ensayo y aquí introduce la idea de caminar como un arte, diferenciándolo del mero vagabundeo. La etimología de sauntering refuerza el planteamiento de que el verdadero caminante no es un errante sin propósito, sino alguien que encuentra sentido en su deambular.

Así, el autor establece una conexión entre los antiguos caballeros y los caminantes modernos, considerando a estos últimos como herederos de un espíritu de independencia y exploración.

A diferencia de los miembros de la Iglesia, el Estado o el pueblo, el caminante pertenece a un “cuarto estamento” que encarna la verdadera libertad.

4. Una habitación propia - Virginia Woolf

Pero, me diréis, le hemos pedido que nos hable de las mujeres y la novela. ¿Qué tiene esto que ver con una habitación propia? Intentaré explicarme. Cuando me pedisteis que hablara de las mujeres y la novela, me senté a orillas de un río y me puse a pensar qué significarían esas palabras. Quizás implicaban sencillamente unas cuantas observaciones sobre Fanny Burney; algunas más sobre Jane Austen; un tributo a las Brontë y un esbozo de la rectoría de Haworth bajo la nieve; algunas agudezas, de ser posible, sobre Miss Mitford; una alusión respetuosa a George Eliot; una referencia a Mrs. Gaskell y esto habría bastado.

Pero, pensándolo mejor, estas palabras no me parecieron tan sencillas. El título las mujeres y la novela quizá significaba, y quizás era éste el sentido que le dabais, las mujeres y su modo de ser; o las mujeres y las novelas que escriben; o las mujeres y las fantasías que se han escrito sobre ellas; o quizás estos tres sentidos estaban inextricablemente unidos y así es como queríais que yo enfocara el tema. Pero cuando me puse a enfocarlo de este modo, que me pareció el más interesante, pronto me di cuenta de que esto presentaba un grave inconveniente.

Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir con lo que, tengo entendido, es el deber primordial de un conferenciante: entregaros tras un discurso de una hora una pepita de verdad pura para que la guardarais entre las hojas de vuestros cuadernos de apuntes y la conservarais para siempre en la repisa de la chimenea. Cuanto podía ofreceros era una opinión sobre un punto sin demasiada importancia: que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; y esto, como veis, deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela.

He faltado a mi deber de llegar a una conclusión acerca de estas dos cuestiones; las mujeres y la novela siguen siendo, en lo que a mí respecta, problemas sin resolver. Mas para compensar un poco esta falta, voy a tratar de mostraros cómo he llegado a esta opinión sobre la habitación y el dinero. Voy a exponer en vuestra presencia, tan completa y libremente como pueda, la sucesión de pensamientos que me llevaron a esta idea. Quizá si muestro al desnudo las ideas, los prejuicios que se esconden tras esta afirmación, encontraréis que algunos tienen alguna relación con las mujeres y otros con la novela.

De todos modos, cuando un tema se presta mucho a controversia —y cualquier cuestión relativa a los sexos es de este tipo— uno no puede esperar decir la verdad. Sólo puede explicar cómo llegó a profesar tal o cual opinión. Cuanto puede hacer es dar a su auditorio la oportunidad de sacar sus propias conclusiones observando las limitaciones, los prejuicios, las idiosincrasias del conferenciante. Es probable que en este caso la fantasía contenga más verdad que el hecho. Os propongo, por tanto, haciendo uso de todas las libertades y licencias de una novelista, contaros la historia de los dos días que han precedido a esta conferencia; contaros cómo, abrumada por el peso del tema que habíais colocado sobre mis hombros, lo he meditado e incorporado a mi vida cotidiana. Huelga decir que cuanto voy a describir carece de existencia; Oxbridge es una invención; lo mismo Fernham; «yo» no es más que un término práctico que se refiere a alguien sin existencia real. Manarán mentiras de mis labios, pero quizás un poco de verdad se halle mezclada entre ellas; os corresponde a vosotras buscar esta verdad y decidir si algún trozo merece conservarse. Si no, la echáis entera a la papelera, naturalmente, y os olvidáis de todo esto.

Virginia Woolf (Inglaterra, 1882-1941) fue una de las figuras más importantes del modernismo literario y del feminismo. Su obra exploró la subjetividad, el tiempo y la conciencia, con novelas como La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) y Las olas (1931), que experimentaron con el flujo de conciencia.

Una habitación propia (1929) es un ensayo basado en conferencias que dictó en Cambridge. En él, argumenta que las mujeres necesitan independencia económica y un espacio propio para escribir. Así, analiza las barreras históricas y sociales que impedían su participación plena en la literatura.

Con un estilo libre y narrativo, mezcla anécdotas, ficción y reflexión crítica, estableciendo una base para la teoría feminista literaria.

Aquí se encuentra el comienzo del ensayo. Woolf comienza reflexionando sobre la amplitud del concepto “las mujeres y la novela”, mostrando que no es una cuestión simple. Puede referirse a las mujeres como autoras, personajes o incluso a la forma en que la literatura las ha representado. Al plantear estas posibilidades, advierte que la realidad de la escritura femenina está condicionada por múltiples factores.

La única afirmación que se atreve a sostener es que para que una mujer pueda escribir, necesita dinero y una habitación propia. Esto implica que la creación literaria no es sólo un acto de talento, sino que depende de condiciones materiales y sociales que han favorecido históricamente a los hombres.

Su declaración sigue siendo radical en el contexto en que escribe, pues la independencia económica de las mujeres era todavía un ideal distante para muchas.

Finalmente, la autora desafía al lector a buscar la verdad en sus palabras, a discernir qué ideas son valiosas y cuáles pueden descartarse. Con ello, invita a una lectura activa y crítica, coherente con su propuesta de que el conocimiento no es un dogma, sino un proceso de exploración.

5. Una guía sobre el arte de perderse - Rebecca Solnit

En una célebre noche del solsticio de invierno de 1817, el poeta John Keats iba charlando con unos amigos de regreso a casa y «en mi mente se enlazaron varias cosas y de pronto comprendí qué cualidad es aquella que, especialmente en literatura, contribuye a formar un hombre de mérito […]. Me refiero a la “capacidad negativa”, es decir, a la virtud que puede tener un hombre de encontrarse sumergido en incertidumbres, misterios y dudas sin sentirse irritado por conocer las razones ni los hechos».[1] De una forma u otra, esta idea aparece una y otra vez, como los lugares ”“señalados como «Terra Incógnita» en los mapas antiguos.

«Desorientarse en la ciudad […] puede ser muy poco interesante, lo necesario es tener tan solo desconocimiento y nada más —dice el filósofo y ensayista del siglo XX Walter Benjamin—. Mas de verdad perderse en la ciudad —como te puedes perder dentro de un bosque— requiere bien distinto aprendizaje». Perderse: una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja. Según la concepción de Benjamin, perderse es estar plenamente presente, y estar plenamente presente es ser capaz de encontrarse sumergido en la incertidumbre y el misterio. Y no es acabar perdido, sino perderse, lo cual implica que se trata de una elección consciente, una rendición voluntaria, un estado psíquico al que se accede a través de la geografía.

Aquello cuya naturaleza desconoces por completo suele ser lo “que necesitas encontrar, y encontrarlo es cuestión de perderse. La palabra lost, «perdido», viene de la voz los del nórdico antiguo, que significa la disolución de un ejército. Este origen evoca la imagen de un grupo de soldados rompiendo filas para volver a casa, una tregua con el ancho mundo. Algo que me preocupa hoy en día es que muchas personas nunca disuelven sus ejércitos, nunca van más allá de aquello que conocen. La publicidad, las noticias alarmistas, la tecnología, el ajetreado ritmo de vida y el diseño del espacio público y privado se confabulan para que así sea. En un artículo reciente sobre el regreso de los animales salvajes a los barrios residenciales de las afueras de las ciudades se hablaba de jardines nevados que están llenos de huellas de animales y en los que no hay presencia alguna de huellas de niños. Para los animales, estos barrios son un paisaje abandonado, así que deambulan por ellos con total tranquilidad. Los niños rara vez deambulan, ni “siquiera en los lugares más seguros. A causa del miedo de sus padres a las cosas espantosas que podrían ocurrir (y que es verdad que ocurren, pero muy de vez en cuando), quedan privados de las cosas maravillosas que ocurren siempre. En mi caso, ese deambular durante la infancia fue lo que me hizo desarrollar la independencia, el sentido de la orientación y la aventura, la imaginación, las ganas de explorar, la capacidad de perderme un poco y después encontrar el camino de vuelta. Me pregunto cuáles serán las consecuencias de tener a esta generación bajo arresto domiciliario.

Rebecca Solnit (1961) es una ensayista, historiadora y activista estadounidense. Su obra abarca una amplia variedad de temas, desde la ecología y el feminismo hasta la geografía y la historia cultural.

Es conocida por su estilo reflexivo, que entrelaza el ensayo personal con la crítica social y la exploración filosófica. Entre sus libros más influyentes se encuentran Los hombres me explican cosas (2014) y Una historia del caminar (2000).

Una guía sobre el arte de perderse (2005) es una colección de ensayos que exploran la importancia de la incertidumbre, el extravío y la transformación en la vida humana.

Aquí reflexiona sobre el acto de perderse, tanto en un sentido literal como metafórico. De este modo, sugiere que sólo en la pérdida y el abandono de lo conocido podemos realmente descubrirnos a nosotros mismos.

Este fragmento encapsula la esencia del pensamiento de Solnit: la pérdida como una forma de descubrimiento. A través de referencias literarias, etimológicas y experiencias personales, argumenta que perderse —en la geografía, en el pensamiento o en la vida— es una condición necesaria para el crecimiento y la creatividad.

Ver también:

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana. Diplomada en Teoría y Crítica de Cine. Profesora de talleres literarios y correctora de estilo.