12 bellos poemas para dedicar a las abuelas (explicados)

Marián Ortiz
Marián Ortiz
Especialista en Medios Audiovisuales
Tiempo de lectura: 17 min.

Las abuelas son fundamentales en nuestras vidas, por eso se merecen que les dediquemos las palabras más bellas.

Un poema puede ser ideal para mostrarle a tu abuela el amor que le tienes. Por eso, aquí te dejamos una lista de 12 poemas, de autores conocidos, para que puedas dedicarle a tu abuelita. Además, incluimos un comentario de cada uno de ellos.

1. La abuelita, de Tomás Allende Iragorri

Quién subiera tan alto como
la luna
para ver las estrellas
una por una,
y elegir entre todas
la más bonita
para alumbrar el cuarto
de la abuelita.

Si tuviéramos la posibilidad de viajar al universo y regalarle un astro a nuestra abuela, escogeríamos, de entre todos, el más bello. No hay presente en el mundo que pueda reconocer el cariño de las abuelas por sus nietos.

En esta composición de Tomás Allende, autor argentino, el hablante lírico expresa su deseo por alcanzar lo inalcanzable en reconocimiento a su abuelita.

2. Se está muriendo Estrellita, de Juan Ramón Jiménez

Se está muriendo Estrellita…
La abuela va por la senda;
y la senda va entre flores
y entre flores a la aldea.

El cielo azul da a los campos
su gracia de primavera;
canta la alondra en el surco,
canta el agua entre la hierba…

Y la vuela va entre flores
y entre flores a la aldea,
soñando en la caja blanca
y en la boquita entreabierta…

Como es nieve su cabello
y sus pobres manos tiemblan,
parece que tiene frío
al sol de la primavera.

Y las rosas están rosas,
y el buen sol dora las tierras,
y canta la alondra, y canta
el agua bajo la hierba…

La marcha de una abuela siempre es un momento complicado. En esta composición poco conocida del poeta español Juan Ramón Jiménez, el hablante lírico describe la partida de su abuela, lo hace a través de bellas imágenes que aluden a la naturaleza.


3. El sueño, de Rafael Alberto Arrieta

Tres cabezas de oro y una
donde ha nevado la luna.

— Otro cuento más, abuela,
que mañana no hay escuela.

—Pues señor, este era el caso...

(Las tres cabezas hermanas
como manzanas maduras, en el
regazo)

A menudo, las abuelitas se convierten en excelentes contadoras de historias para sus nietos. Este poema del escritor y poeta argentino Rafael A. Arrieta nos descubre una bella imagen de una abuela narrando cuentos a sus nietos, mientras están en su regazo.

4. Oda a la edad, de Pablo Neruda

Yo no creo en la edad.

Todos los viejos
llevan
en los ojos
un niño,
y los niños
a veces
nos observan
como ancianos profundos.

Mediremos
la vida
por metros o kilómetros
o meses?
Tanto desde que naces?
Cuánto
debes andar
hasta que
como todos
en vez de caminarla por encima
descansemos, debajo de la tierra?

Al hombre, a la mujer
que consumaron
acciones, bondad, fuerza,
cólera, amor, ternura,
a los que verdaderamente
vivos
florecieron
y en su naturaleza maduraron,
no acerquemos nosotros
la medida
del tiempo
que tal vez
es otra cosa, un manto
mineral, un ave
planetaria, una flor,
otra cosa tal vez,
pero no una medida.

Tiempo, metal
o pájaro, flor
de largo pecíolo,
extiéndete
a lo largo
de los hombres,
florécelos
y lávalos
con
agua
abierta
o con sol escondido.
Te proclamo
camino
y no mortaja,
escala
pura
con peldaños
de aire,
traje sinceramente
renovado
por longitudinales
primaveras.

Ahora,
tiempo, te enrollo,
te deposito en mi
caja silvestre
y me voy a pescar
con tu hilo largo
los peces de la aurora

Este poema pertenece a la obra Tercer libro de las odas (1957). En él, el hablante lírico reflexiona acerca del tiempo y la edad. El tiempo es una “imposición” social, al igual que la edad. Para vivir y disfrutar de la vida, la edad es insignificante.

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5. El ángel guardián, de Gabriela Mistral

Es verdad, no es un cuento;
hay un Ángel Guardián
que te toma y te lleva como el viento
y con los niños va por donde van.

Tiene cabellos suaves
que van en la venteada,
ojos dulces y graves
que te sosiegan con una mirada
y matan miedos dando claridad.
(No es un cuento, es verdad.)

Él tiene cuerpo, manos y pies de alas
y las seis alas vuelan o resbalan,
las seis te llevan de su aire batido
y lo mismo te llevan de dormido.

Hace más dulce la pulpa madura
que entre tus labios golosos estrujas;
rompe a la nuez su taimada envoltura
y es quien te libra de gnomos y brujas.

Es quien te ayuda a que cortes las rosas,
que están sentadas en trampas de espinas,
el que te pasa las aguas mañosas
y el que te sube las cuestas más pinas.

Y aunque camine contigo apareado,
como la guinda y la guinda bermeja,
cuando su seña te pone el pecado
recoge tu alma y el cuerpo te deja.

Es verdad, no es un cuento:
hay un Ángel Guardián
que te toma y te lleva como el viento
y con los niños va por donde van.

Las abuelas, a menudo, son cuidadoras y protectoras de sus nietos. A veces se comportan como “ángeles guardianes” que siempre están ahí para ampararnos. Este poema de la poeta chilena Gabriela Mistral nos sirve para agradecerles a las abuelitas por todo su amor y sus cuidados.

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6. Amor eterno, de Gustavo Adolfo Bécquer

Podrá nublarse el sol eternamente;
Podrá secarse en un instante el mar;
Podrá romperse el eje de la tierra
Como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
Cubrirme con su fúnebre crespón;
Pero jamás en mí podrá apagarse
La llama de tu amor.

El amor de una abuelita no tiene principio ni fin. Aunque se trata de un poema de amor romántico, esta composición de Becquer describe a la perfección el sentimiento de amor inmortal, el que permanece a pesar de cualquier circunstancia. Por eso, es ideal para dedicar a las abuelas.

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7. Me tienes en tus manos, de Joaquín Sabines

Me tienes en tus manos
y me lees lo mismo que un libro.
Sabes lo que yo ignoro
y me dices las cosas que no me digo.
Me aprendo en ti más que en mi mismo.
Eres como un milagro de todas horas,
como un dolor sin sitio.
Si no fueras mujer, fueras mi amigo.
A veces quiero hablarte de mujeres
que a un lado tuyo persigo.
Eres como el perdón
y yo soy como tu hijo.
¿Qué buenos ojos tienes cuando estás conmigo?
¡Qué distante te haces y qué ausente
cuando a la soledad te sacrifico!
Dulce como tu nombre, como un higo,
me esperas en tu amor hasta que arribo.
Tú eres como mi casa,
eres como mi muerte, amor mío.

Las abuelas son grandes compañeras en muchos momentos de nuestras vidas. En la obra poética del mexicano Joaquín Sabines, encontramos este poema de amor. En él, el hablante lírico agradece y muestra sus sentimientos a la persona más importante de su vida. Una mujer en la que se ve reflejado en muchos aspectos, y a la que siente como un refugio.

8. Llevo tu corazón conmigo, de Edward Estlin Cummings

Llevo tu corazón conmigo
(lo llevo en mi corazón)
nunca estoy sin él
(tú vas dondequiera que yo voy, amor
y todo lo que hago por mí mismo
lo haces tu también, amada mía).

No le temo al destino
(ya que tú eres mi destino, cariño).
No quiero ningún mundo (porque hermosa
tú eres mi mundo, mi bien).

Este es el secreto más profundo que nadie conoce…
(Esta es la raíz de la raíz
y el brote del brote
y el cielo del cielo de un árbol llamado vida;
que crece más alto de lo que el alma pueda esperar… o la mente ocultar)
Es la maravilla que mantiene las estrellas separadas

Llevo tu corazón (lo llevo en mi corazón)

Por todas las vivencias y los valores que nos transmiten, las abuelitas siempre están en nuestro corazón allá donde vayamos. El autor estadounidense Edward Estlin Cummings escribió algunos poemas de temática amorosa como este, en el que el hablante lírico muestra como la persona amada está tan presente que casi forma parte de su ser.

Aunque es una poesía de amor romántico, con ella, también podemos expresar el cariño que le tenemos a nuestras abuelas.

9. Sextina, de Elizabeth Bishop

La lluvia de septiembre cae sobre la casa.
En la luz que declina, la vieja abuela
está sentada en la cocina con el niño
junto a la pequeña estufa
marca Maravilla, lee chistes en el almanaque,
charla y ríe para ocultar sus lágrimas.

Piensa que sus equinocciales lágrimas
y la lluvia que golpea el techo de la casa
fueron pronosticadas por el almanaque,
aunque esto solo lo sabe una abuela.
La caldera de hierro canta sobre la estufa.
Ella corta algún pan y dice al niño:

ya es la hora del té; pero el niño
contempla la tetera y sus pequeñas, duras lágrimas
que bailan como locas sobre la ardiente, negra estufa,
como debe de bailar la lluvia sobre la casa.
Ordenada, la vieja abuela
cuelga el sabio almanaque

por su cordel. Como un pájaro, el almanaque
entreabierto se cierne sobre el niño,
se cierne sobre la vieja abuela
y su taza de té llena de oscuras lágrimas.
Ella tiembla de frío y dice: la casa
está helada, y echa más leña a la estufa.

Tenía que ser, dice la estufa
marca Maravilla. Sé lo que sé, dice el almanaque.
Con lápices de colores dibuja el niño una casa
tiesa y un camino ondulante, dibuja el niño
un hombre con botones como lágrimas
y orgulloso lo enseña a la abuela.

Pero en secreto, mientras la abuela
se afana en torno a la estufa,
pequeñas lunas caen como lágrimas
de entre las páginas del almanaque
en los tiestos de flores que el niño
colocó con cuidado al frente de la casa.

Tiempo de plantar lágrimas, dice el almanaque.
La abuela canta a la maravillosa estufa
y el niño dibuja otra inescrutable casa.

(Traducción UNAM)

Dentro de la obra de la poeta estadounidense Elizabeth Bishop, encontramos este bello poema en el que el hablante lírico nos introduce en una escena doméstica de un niño con su abuela.

Se trata de una composición que arranca con un tono dulce, pero, a medida que avanza, se torna triste. Este poema se vale de la personificación para abordar el tema del trauma familiar, posiblemente vinculado con la experiencia de su autora. En él se puede intuir el dolor reprimido del adulto, la abuela, y la inocencia de un niño.

10. Rima VII, de Rubén Darío

Llegué a la pobre cabaña
en días de primavera.
La niña triste cantaba,
la abuela hilaba en la rueca.
—¡Buena anciana, buena anciana,
bien haya la niña bella,
a quien desde hoy amar juro
con mis ansias de poeta!—
la abuela miró a la niña.
La niña sonrió a la abuela.
Fuera, volaban gorriones
sobre las rosas abiertas.
Llegué a la pobre cabaña
cuando el gris otoño empieza.
Oí un ruido de sollozos
y sola estaba la abuela.
—¡Buena anciana, buena anciana!—
me mira y no me contesta.
Yo sentí frío en el alma
cuando vi sus manos trémulas,
su arrugada y blanca cofia,
sus fúnebres tocas negras.
Fuera, las brisas errantes
llevaban las hojas secas.

Este poema del autor nicaragüense Rubén Darío, máximo exponente del modernismo hispano, trata los temas de amor y muerte. En él, el hablante lírico declara su amor a una joven ante la presencia de su abuela, durante la primavera. Con la llegada del otoño, la muchacha fallece, dejando a la abuela triste.

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11. Poema de la despedida, de José Ángel Buesa

Te digo adiós, y acaso te quiero todavía.
Quizá no he de olvidarte, pero te digo adiós.
No sé si me quisiste... No sé si te quería...
O tal vez nos quisimos demasiado los dos.

Este cariño triste, y apasionado, y loco,
me lo sembré en el alma para quererte a ti.
No sé si te amé mucho... no sé si te amé poco;
pero sí sé que nunca volveré a amar así.

Me queda tu sonrisa dormida en mi recuerdo,
y el corazón me dice que no te olvidaré;
pero, al quedarme solo, sabiendo que te pierdo,
tal vez empiezo a amarte como jamás te amé.

Te digo adiós, y acaso, con esta despedida,
mi más hermoso sueño muere dentro de mí...
Pero te digo adiós, para toda la vida,
aunque toda la vida siga pensando en ti.

Las despedidas son dolorosas. Esto se ve reflejado en el poema de desamor del cubano José Ángel Buesa. En él, el hablante lírico dice adiós para siempre a la persona que más ha querido y en la que nunca dejará de pensar. Este poema nos indica que el amor, como el que podemos sentir por las abuelas, nunca muere.

12. Hay que cuidarla mucho, de Evaristo Carriego

Mañana cumpliremos
quince años de vida en esta casa.
¡Qué horror, hermana, cómo envejecemos,
y cómo pasa el tiempo, cómo pasa!
Llegamos niños, y ya somos hombres,
hemos visto pasar muchos inviernos
y tenemos tristeza. Nuestros nombres
no dicen ya diminutivos tiernos,
ingenuos, maternales, ya no hay esa
infantil alegría
de cuando éramos todos a la mesa:
«—¡Que abuela cuente, que abuelita cuente
un cuento antes de dormir, que diga
la historia del rey indio…»
Gravemente
la voz querida comenzaba…:
«—Siga
la abuela, siga, no se duerma!»
«—¡Bueno!…»
¡Ah, la casa de entonces! La modesta
casita en donde todo era sereno,
¡Nuestra casita de antes! No, no es esta
la misma. ¿Y los amigos, las triviales
ocurrencias, la gente que vivía
en el barrio… las cosas habituales?
¡Ah, la vecina enferma que leía
su novela de amor! ¿Qué se habrá hecho
de la vecina pensativa y triste
que sufría del pecho?
¡Era de linda! Tú la conociste,
¿No te acuerdas, hermana?
Ella leía siempre una novela
sentada a una ventana.
Nosotros la mirábamos. Y abuela
la miraba también. ¡Pobre! Quién sabe
qué la afligía. A veces ocultaba
el bello rostro, de expresión muy suave,
entre sus blancas manos, y lloraba.
¡Cómo ha ido cambiando todo, hermana,
tan despaciosamente! Cómo ha ido
cambiando todo… ¿Qué se irá mañana
de lo que todavía no se ha ido?
Ya no la abuela nos dirá su cuento.
La abuela se ha dormido, se ha callado:
la abuela interrumpió por un momento
muy largo el cuento amado.
Aquellas risas límpidas y claras
se han vuelto graves poco a poco, aquellas
risas que no se habrán de oír. Las caras
tienen sombras de tiempo en tiempo, huellas
de pesares antiguos, de pesares
que aunque se saben ocultar existen.
En las nocturnas charlas familiares
hay silencios de plomo que persisten
hoscos, malos. En torno de la mesa
faltan algunas sillas. Las miradas
fijas en ellas, como con sorpresa,
evocan dulces cosas esfumadas:
rostros llenos de paz, un tanto inciertos
pero nunca olvidados. ¿Y los otros?,
Nos preguntamos muchas veces. Muertos
o ausentes, ya no están: sólo nosotros
quedamos por aquellos que se han ido,
y aunque la casa nos parezca extraña,
fría, como sin sol, aún el nido
guarda calor: mamá nos acompaña.
Resignada, quizá, sin un reproche
para la suerte ingrata, va olvidando,
pero, de cuando en cuando, por la noche,
la sorprendo llorando:
«—¿Qué tiene, madre? ¿Qué es lo que la apena?
¿No se lo dirá a su hijo al hijo viejo?
¡Vamos, madre, no llore, sea buena,
no nos aflija más… basta!» —¡Y la dejo
calmada, libre al fin de la amargura
de su congoja atroz, y así se duerme!
¡Húmedas las pupilas de ternura!
¡Ah, Dios no quiera que se nos enferme!
Es mi preocupación… ¡Dios no lo quiera!
Es mi eterno temor. ¡Vieras! No puedo
explicártelo. Sí ella se nos fuera
¿Qué haríamos nosotros? Tengo miedo
de pensarlo. Me admiro
de cómo ha encanecido su cabeza
en estos meses últimos: la miro,
la veo vieja y siento una tristeza
tan grande… ¿Esa aprensión nada te anuncia
hermana? Tú tampoco estás tranquila:
tu perdida alegría te denuncia…
También tu corazón bueno vigila.
Yo no sé, pero creo que me falta
algo cuando no escucho
su voz. Una inquietud vaga me asalta…
Hay que cuidarla mucho, hermana, mucho

Ojalá la presencia física de las abuelas fuera eterna, pero el paso del tiempo hace que se conviertan en un nostálgico y bonito recuerdo.

En este poema del argentino Evaristo Carriego, el hablante lírico vuelve al pasado a través de los recuerdos de su infancia, donde su abuela era un pilar fundamental. Ahora que algunos miembros de la familia se han marchado, y su abuela tampoco está, le pide a su hermana cuidar de su madre enferma.

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Marián Ortiz
Marián Ortiz
Graduada en Comunicación Audiovisual (2016) por la Universidad de Granada, con máster en Guion, Narrativa y Creatividad Audiovisual (2017) de la Universidad de Sevilla.